domingo, 25 de mayo de 2014

Imaginemos un mundo que conocía una religión hegemónica, y que de pronto tiene dos opciones que compiten entre sí y se enfrentan. Tanto la Reforma protestante, con su énfasis en la conciencia individual, como la Iglesia católica, con sus posiciones tradicionales, realizaron entonces grandes esfuerzos por mantener a los fieles de su lado. Este proceso se denomina en los libros de Historia “Reforma y Contrarreforma”. Nosotros hablaremos más bien de confesionalización de las sociedades. La investigación histórica ha llegado a la conclusión de que las acciones de la Iglesia para mantener la fe de sus fieles y para lograr formas de obediencia nuevas no son solamente una reacción al desafío de la Reforma protestante, sino que en Italia, y también en la España de la Reconquista, los estados y la Iglesia emprendieron grandes campañas de “moralización” ante cambios que para esa época eran increíbles, como el descubrimiento de las ciudades, etc.
Lo que sí parece haber hecho la Reforma protestante es acelerar este fenómeno y cristalizar dos versiones de la religión cristiana de la Europa occidental que se denominan “confesiones” (Reinhard, 1995). Este proceso de confesionalización estrechó los vínculos entre religión y política y fue una suerte de “invasión” de lo religioso en las otras esferas de la vida: lo religioso y su estructuración se convirtieron en principio articulador de la sociedad (Schilling, 1992). Este proceso se produce paralelamente, y a veces en oposición, a la constitución de los estados modernos y a la formación de esta sociedad que en el párrafo introductorio de este capítulo llamamos “moderna”, con sujetos disciplinados y autogobernados. Dice el historiador francés Jean Delumeau: “Desde que las iglesias, después del Renacimiento, empezaron a ejercer su peso en un Estado más poderosamente constituido que antes, las dos Reformas pudieron vigilar a su vez a los pueblos de Europa con mucho mayor escrupulosidad y efectividad de lo que hubiera sido concebible apenas unos siglos antes. El resultado fue que, en 1700, después de años de esfuerzo perseverante, se había alcanzado una situación en la que la religión se presentaba como una elección personal, como una decisión del corazón y de la mente, como un camino hacia la salvación, pero en la que todos o casi todos se hallaban comprometidos en acudir a la iglesia, y en la que la gente mostraba un grado de puntualidad jamás alcanzado previamente (Delumeau, citado en: Hunter, 1998).
Así,  puede decirse que, sobre todo a partir de la irrupción protestante, las iglesias ya no se contentaban con que los fieles repitieran unos rituales que muchas veces no entendían (la misa se decía aún en latín), sino que buscaban la convicción interior, y que los sujetos se condujeran no sólo obedientemente, sino sabiendo a cada momento el qué, el por qué y el cómo de las decisiones. A este respecto, puede resultar útil la comparación entre el Requerimiento o Comunicación a los indios escrito en 1513 y las palabras de Lutero sobre sus fieles. El Requerimiento, documento que les informaba a los indios que el Papa les había otorgado sus tierras a los españoles y portugueses, era leído por un cura evangelizador a los aborígenes americanos sin intérprete, presuponiéndose que aquellos que lo comprendieran y lo aceptaran serían seres pasibles de la gracia divina, y quienes no lo hicieran, sufrirían tremendas penas.
No importan aquí la comprensión o la conciencia, sólo la dominación y la sumisión (Puiggrós, 1996). Lutero, en cambio, propuso que en el momento de comulgar el creyente supiera qué estaba haciendo: “quien quiera comulgar tiene que ser capaz de repetir por sí mismo las palabras de la comunión y atestiguar con simples palabras que él quiere recibir en la comunión la palabra y el signo de la gracia” (Schwarz, 1990). Al poco tiempo del desafío luterano, algunas órdenes de la Iglesia católica retomarían estos postulados, con sus propios matices.
La pedagogía se presentó como un espacio significativo para esta nueva tarea de gobernar las almas. ¿Cómo se hace para que la gente se vuelva más creyente, no de una manera ciega sino conociendo bien la Biblia- asunto que no estaba de ninguna manera resuelto- y, más aun, que conozca y acepte la interpretación específica de la Biblia de su confesión? Éste era un problema enorme para la Europa de aquel entonces. Lutero planteó en sus prédicas  doctrinarias que el acceso de todos a la lectura es la mejor forma de conectar al creyente con la divinidad- lo que a veces se caracteriza con la no siempre feliz expresión de “libre interpretación de la Biblia”-. Para garantizar estos aprendizajes, produjo un gran acontecimiento: tradujo la Biblia del latín a la lengua vulgar, en este caso, el alemán que se hablaba en la Baja Sajonia. Esto dio a la confesión luterana o protestante un argumento central para intentar desarrollar masivamente una nueva institución: la escuela elemental.
Lutero escribió un documento titulado “A los alcaldes e intendentes de todas las ciudades acerca del deber de fundar y mantener escuelas cristianas”, en el que pedía el apoyo material y político para la creación de establecimientos donde se enseñara “alemán, la Biblia y la palabra divina” (Lutero, 1969). Nótese que se enseñaba a leer y no a escribir; la escritura estaba reservada a las escuelas superiores. La figura del maestro de escuela se multiplicó en las aldeas, aunque muchas veces apenas supiera leer y escribir, y se dedicara a enseñar a cantar y a tocar el órgano en las iglesias (Sabean, 1984). Otra cuestión importante es que, si bien se consideraba que la mujer ocupaba un lugar subordinado con respecto al hombre, era necesario instruirla para que educara correctamente a sus hijos en la fe cristiana. Esto llevó a un crecimiento relativamente rápido de la alfabetización de las mujeres en los países protestantes (Graff, 1986). Muchas veces, la mujeres de los pastores (que probablemente tenían una instrucción muy rudimentaria y no sabían escribir) educaban a las niñas, mientras que los pastores se encargaban de los varones.
El protestantismo en general, con las distintas corrientes que lo conformaron, dio un gran impulso a la escolarización, y en particular, a la pedagogía. Preocupado con la conformación de una nueva institución y un nuevo sujeto, se centró en las formas de propagar su prédica a amplias masas de la población. Algunas tendencias, sobre todo la de los calvinistas en Ginebra, fueron más lejos e intentaron crear una sociedad de los hombres “a imagen y semejanza” de las escrituras cristianas. En ellas se valoraban y prescribían un orden y una disciplina rigurosos, y la escuela se estructuró con estos parámetros.  Muchos de los clérigos y laicos que allí se educaron difundieron por toda Europa los nuevos métodos de enseñanza basados en una organización secuenciada del conocimiento.
Al parecer, los calvinistas tuvieron mucho que ver con la adopción de términos como curriculum, clase y método en la pedagogía (Hamilton, 1989). En primer lugar, planteaban que la vida debía seguir una regla, un orden, dado por el cumplimiento de las escrituras sagradas, y que la Iglesia debía  imponer esta disciplina a sus fieles. Junto a la desconfianza acerca de las tendencias naturales que los llevaban a tener códigos rígidos de disciplina, los calvinistas adherían a la idea de que el hombre (guiado por la Iglesia) podía gobernar sus pasiones, y que debía educarse para tal fin. Así, le dieron mucha importancia al método de enseñanza y de conducción de la Iglesia. En la Academia de Ginebra formaron a numerosos discípulos de toda Europa que después enseñarían en sus lugares de origen. Uno de ellos, el escocés Andrew Melville, fue el director de la Universidad de Glasgow, y allí implementó su sistema, que fue una combinación de los aprendizajes con Calvino y de las tradiciones medievales. Entre las reformas que impuso, se contaban: la residencia obligatoria en el edificio escolar para el rector o principal de la universidad; la obligación de cada maestro de limitarse a un área de conocimiento (latín, griego, gramática); la promoción de los estudiantes estaba sujeta a que tuvieran una conducta y un progreso satisfactorios a través del año; la universidad, a su vez, reconocería este progreso en los estudios como completamiento del currculum (ocasión que parece haber sido la primera en que se le daba a esta palabra el sentido moderno de “curso de estudios” que tiene en la actualidad).
A su turno, la confesión católica también reaccionó ante este desafío. En 1534 se fundó una nueva orden dentro de la Iglesia católica que fue denominada Societas Jesu (Compañía de Jesús). Sus oponentes llamaban irónicamente a sus integrantes “Jesuitas”, nombre que se consagró con la expansión acelerada de la orden. Los jesuitas formaron una cohorte jerarquizada y con algunas reminiscencias militares que combatió la influencia creciente de los protestantes. Un rasgo muy específico de los jesuitas fue su obediencia directa al Papa, en contra de la dependencia del monarca nacional o del señor local, como hasta entonces sucedía. Se destacaron por su acción educativa, fundando numerosos colegios y universidades que en pocos años cubrieron toda Europa. Como bien lo expresó a principios de siglo Émile Durkheim, si bien los jesuitas intentaban recuperar el terreno perdido ante la Reforma protestante, “muy pronto hubieron de comprender que para alcanzar su objetivo no bastaba con predicar, confesar, catequizar, sino que el verdadero instrumento de dominación de las almas era la educación de la juventud. Resolvieron, pues, apoderarse de ella” (Durkheim, 1992). En el caso de las colonias americanas, su acción, junto a la de los franciscanos, será central para la educación de la élite criolla e indígena.
En síntesis, para producir una posición católica o protestante de honda convicción, ambas iglesias encontraron un espacio en desarrollo al cual dedicaron atención, cuidado, programas y control: la escuela. Para gobernar a los fieles bajo la amenaza de la existencia de otra confesión fue necesario un proceso  de afianzamiento de ciertas disposiciones, actitudes e ideas. El proceso de escolarización, dada su longitud, su perseverancia y constancia, aparecía como la forma masiva ideal para hacerlo.


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