Imaginemos un mundo que
conocía una religión hegemónica, y que de pronto tiene dos opciones que
compiten entre sí y se enfrentan. Tanto la Reforma protestante, con su énfasis
en la conciencia individual, como la Iglesia católica, con sus posiciones
tradicionales, realizaron entonces grandes esfuerzos por mantener a los fieles
de su lado. Este proceso se denomina en los libros de Historia “Reforma y
Contrarreforma”. Nosotros hablaremos más bien de confesionalización de las
sociedades. La investigación histórica ha llegado a la conclusión de que las
acciones de la Iglesia para mantener la fe de sus fieles y para lograr formas de
obediencia nuevas no son solamente una reacción al desafío de la Reforma
protestante, sino que en Italia, y también en la España de la Reconquista, los
estados y la Iglesia emprendieron grandes campañas de “moralización” ante
cambios que para esa época eran increíbles, como el descubrimiento de las
ciudades, etc.
Lo que sí parece haber
hecho la Reforma protestante es acelerar este fenómeno y cristalizar dos
versiones de la religión cristiana de la Europa occidental que se denominan
“confesiones” (Reinhard, 1995). Este proceso de confesionalización estrechó los
vínculos entre religión y política y fue una suerte de “invasión” de lo
religioso en las otras esferas de la vida: lo religioso y su estructuración se
convirtieron en principio articulador de la sociedad (Schilling, 1992). Este
proceso se produce paralelamente, y a veces en oposición, a la constitución de
los estados modernos y a la formación de esta sociedad que en el párrafo
introductorio de este capítulo llamamos “moderna”, con sujetos disciplinados y
autogobernados. Dice el historiador francés Jean Delumeau: “Desde que las
iglesias, después del Renacimiento, empezaron a ejercer su peso en un Estado
más poderosamente constituido que antes, las dos Reformas pudieron vigilar a su
vez a los pueblos de Europa con mucho mayor escrupulosidad y efectividad de lo
que hubiera sido concebible apenas unos siglos antes. El resultado fue que, en
1700, después de años de esfuerzo perseverante, se había alcanzado una
situación en la que la religión se presentaba como una elección personal, como
una decisión del corazón y de la mente, como un camino hacia la salvación, pero
en la que todos o casi todos se hallaban comprometidos en acudir a la iglesia,
y en la que la gente mostraba un grado de puntualidad jamás alcanzado
previamente (Delumeau, citado en: Hunter, 1998).
Así, puede decirse que, sobre todo a partir de la
irrupción protestante, las iglesias ya no se contentaban con que los fieles
repitieran unos rituales que muchas veces no entendían (la misa se decía aún en
latín), sino que buscaban la convicción interior, y que los sujetos se
condujeran no sólo obedientemente, sino sabiendo a cada momento el qué, el por
qué y el cómo de las decisiones. A este respecto, puede resultar útil la
comparación entre el Requerimiento o Comunicación a los indios escrito en 1513
y las palabras de Lutero sobre sus fieles. El Requerimiento, documento que les
informaba a los indios que el Papa les había otorgado sus tierras a los
españoles y portugueses, era leído por un cura evangelizador a los aborígenes
americanos sin intérprete, presuponiéndose que aquellos que lo comprendieran y
lo aceptaran serían seres pasibles de la gracia divina, y quienes no lo
hicieran, sufrirían tremendas penas.
No importan aquí la
comprensión o la conciencia, sólo la dominación y la sumisión (Puiggrós, 1996).
Lutero, en cambio, propuso que en el momento de comulgar el creyente supiera
qué estaba haciendo: “quien quiera comulgar tiene que ser capaz de repetir por
sí mismo las palabras de la comunión y atestiguar con simples palabras que él
quiere recibir en la comunión la palabra y el signo de la gracia” (Schwarz,
1990). Al poco tiempo del desafío luterano, algunas órdenes de la Iglesia
católica retomarían estos postulados, con sus propios matices.
La pedagogía se
presentó como un espacio significativo para esta nueva tarea de gobernar las
almas. ¿Cómo se hace para que la gente se vuelva más creyente, no de una manera
ciega sino conociendo bien la Biblia- asunto que no estaba de ninguna manera
resuelto- y, más aun, que conozca y acepte la interpretación específica de la
Biblia de su confesión? Éste era un problema enorme para la Europa de aquel
entonces. Lutero planteó en sus prédicas doctrinarias que el acceso de todos a la
lectura es la mejor forma de conectar al creyente con la divinidad-
lo que a veces se caracteriza con la no siempre feliz expresión de “libre
interpretación de la Biblia”-. Para garantizar estos aprendizajes, produjo un
gran acontecimiento: tradujo la Biblia del latín a la lengua vulgar, en este
caso, el alemán que se hablaba en la Baja Sajonia. Esto dio a la
confesión luterana o protestante un argumento central para intentar desarrollar
masivamente una nueva institución: la escuela elemental.
Lutero escribió un
documento titulado “A los alcaldes e intendentes de todas las ciudades acerca
del deber de fundar y mantener escuelas cristianas”, en el que pedía el apoyo
material y político para la creación de establecimientos donde se enseñara
“alemán, la Biblia y la palabra divina” (Lutero, 1969). Nótese que se enseñaba
a leer y no a escribir; la escritura estaba reservada a las escuelas
superiores. La figura del maestro de escuela se multiplicó en las aldeas,
aunque muchas veces apenas supiera leer y escribir, y se dedicara a enseñar a cantar
y a tocar el órgano en las iglesias (Sabean, 1984). Otra cuestión importante es
que, si bien se consideraba que la mujer ocupaba un lugar subordinado con
respecto al hombre, era necesario instruirla para que educara correctamente a
sus hijos en la fe cristiana. Esto llevó a un crecimiento relativamente rápido
de la alfabetización de las mujeres en los países protestantes (Graff, 1986).
Muchas veces, la mujeres de los pastores (que probablemente tenían una
instrucción muy rudimentaria y no sabían escribir) educaban a las niñas,
mientras que los pastores se encargaban de los varones.
El protestantismo en
general, con las distintas corrientes que lo conformaron, dio un gran impulso a
la escolarización, y en particular, a la pedagogía. Preocupado con la conformación
de una nueva institución y un nuevo sujeto, se centró en las formas de propagar
su prédica a amplias masas de la población. Algunas tendencias, sobre todo la
de los calvinistas en Ginebra, fueron más lejos e intentaron crear una sociedad
de los hombres “a imagen y semejanza” de las escrituras cristianas. En ellas se
valoraban y prescribían un orden y una disciplina rigurosos, y la escuela se
estructuró con estos parámetros. Muchos
de los clérigos y laicos que allí se educaron difundieron por toda Europa los
nuevos métodos de enseñanza basados en una organización secuenciada del
conocimiento.
Al parecer, los
calvinistas tuvieron mucho que ver con la adopción de términos como curriculum, clase y método en la pedagogía (Hamilton, 1989).
En primer lugar, planteaban que la vida debía seguir una regla, un orden, dado
por el cumplimiento de las escrituras sagradas, y que la Iglesia debía imponer esta disciplina a sus fieles. Junto a
la desconfianza acerca de las tendencias naturales que los llevaban a tener
códigos rígidos de disciplina, los calvinistas adherían a la idea de que el
hombre (guiado por la Iglesia) podía gobernar sus pasiones, y que debía
educarse para tal fin. Así, le dieron mucha importancia al método de enseñanza
y de conducción de la Iglesia. En la Academia de Ginebra formaron a numerosos
discípulos de toda Europa que después enseñarían en sus lugares de origen. Uno
de ellos, el escocés Andrew Melville, fue el director de la Universidad de
Glasgow, y allí implementó su sistema, que fue una combinación de los
aprendizajes con Calvino y de las tradiciones medievales. Entre las reformas
que impuso, se contaban: la residencia obligatoria en el edificio escolar para
el rector o principal de la universidad; la obligación de cada maestro de limitarse
a un área de conocimiento (latín, griego, gramática); la promoción de los
estudiantes estaba sujeta a que tuvieran una conducta y un progreso
satisfactorios a través del año; la universidad, a su vez, reconocería este
progreso en los estudios como completamiento del currculum (ocasión que parece
haber sido la primera en que se le daba a esta palabra el sentido moderno de
“curso de estudios” que tiene en la actualidad).
A su turno, la
confesión católica también reaccionó ante este desafío. En 1534 se fundó una
nueva orden dentro de la Iglesia católica que fue denominada Societas Jesu (Compañía de Jesús). Sus
oponentes llamaban irónicamente a sus integrantes “Jesuitas”, nombre que se
consagró con la expansión acelerada de la orden. Los jesuitas formaron una
cohorte jerarquizada y con algunas reminiscencias militares que combatió la
influencia creciente de los protestantes. Un rasgo muy específico de los
jesuitas fue su obediencia directa al Papa, en contra de la dependencia del
monarca nacional o del señor local, como hasta entonces sucedía. Se destacaron
por su acción educativa, fundando numerosos colegios y universidades que en
pocos años cubrieron toda Europa. Como bien lo expresó a principios de siglo
Émile Durkheim, si bien los jesuitas intentaban recuperar el terreno perdido
ante la Reforma protestante, “muy pronto hubieron de comprender que para
alcanzar su objetivo no bastaba con predicar, confesar, catequizar, sino que el
verdadero instrumento de dominación de las almas era la educación de la juventud.
Resolvieron, pues, apoderarse de ella” (Durkheim, 1992). En el caso de las
colonias americanas, su acción, junto a la de los franciscanos, será central
para la educación de la élite criolla e indígena.
En síntesis, para
producir una posición católica o protestante de honda convicción, ambas iglesias encontraron un espacio en desarrollo al cual dedicaron
atención, cuidado, programas y control: la escuela. Para gobernar a
los fieles bajo la amenaza de la existencia de otra confesión fue necesario un
proceso de afianzamiento de ciertas
disposiciones, actitudes e ideas. El proceso de escolarización,
dada su longitud, su perseverancia y constancia, aparecía como la forma masiva
ideal para hacerlo.
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