domingo, 25 de mayo de 2014

El aula viene con un pan bajo el brazo: definición del poder pastoral:
Hacia fines de la Edad Media comienza a delinearse el espacio particular que es el aula. Pero la pregunta acerca de qué cosas debían pasar entre las cuatro paredes de la clase era una cuestión totalmente abierta, o al menos, en gestación. Anne Querrien afirma en su libro sobre el surgimiento de la escuela moderna que la pregunta inicial de la pedagogía era: ¿Cómo dirigir y enseñar a una tropa de alumnos? ¿Cómo gobernarlos? (Querrien, 1979). Para la autora, el único modelo disponible para esta tarea era el modelo militar, y por eso el aula se conformó como un espacio donde se produce una militarización particular.
Sin embargo, los ejércitos- que aún no eran las formaciones disciplinadas y uniformizadas que conocemos ahora- no eran el único modelo para pensar en cómo gobernar un grupo. Las tradiciones religiosas proporcionaban otro modelo que inspiró a muchos pedagogos cuando éstos se preguntaron cómo debía organizarse un aula: el pastorado.
Parece indicar que los pedagogos de esta época no veían a los numerosos conjuntos de alumnos como una “tropa”, sino más bien como un “rebaño”. En la visión del grupo de niños como “rebaño”, se asienta un tipo de conducción, una forma de liderazgo de la situación que llamamos “aula”, que intenta articularse y vincularse con esa conducción de sí mismo que es la buena-mala conciencia: el poder pastoral. La vinculación entre el desarrollo de la modernidad y la idea de poder pastoral es también deudora del trabajo de Michel Foucault.
La idea básica del poder pastoral es que el poder del pastor no se ejerce sobre un espacio, sobre una ciudad, sino sobre un rebaño o conjunto de hombres que se mueven (Foucault, 1992). Esta idea es una representación ancestral del poder que proviene de las grandes culturas asiáticas de la Antigûedad (judíos, semitas, babilonios, entre otros). Pensemos en el clásico caso de Moisés en el Antiguo Testamento. Si Moisés tiene poder, no es sobre un territorio con límites fortificaciones, etc., sino sobre un grupo de gente cuya identidad era sentida como común.
Esta idea continúa viva en muchas de las culturas que viven en forma nómade, como los gitanos o las tribus bereberes del desierto del Sahara. Por ello, la idea del pastor y del rebaño también puede pensarse en una situación de diáspora o dispersión donde un pueblo se mueve y permanece como pueblo a pesar de haber perdido su territorio. Foucault contrapone este modelo con el modelo griego de la ciudad y el ciudadano. Mientras que en su forma ateniense el ejercicio del poder es un derecho y es fundante de la democracia, en el caso de las formaciones pastorales es visto como una obligación moral del pastor para con su rebaño, y de éste con respecto a su pastor.
Esta forma de poder no sólo se diferencia de la griega porque subraya las “obligaciones” y no los derechos; tampoco es suficiente con ver que mientras en la concepción griega se trata de gobernar las cosas, en el poder pastoral se trata fundamentalmente de gobernar a las personas. Para caracterizar al poder pastoral de una manera abarcadora debemos ver cuál era su propósito: el objetivo no era sólo la mejor disposición de las cosas para los hombres, sino su salvación.
Este objetivo ambicioso necesitaba técnicas que mantuvieran al rebaño como totalidad y, a la vez, técnicas que se ocuparan de cada miembro del rebaño. Foucault llamó a esta orientación: un poder dedicado “a todos y a cada uno” (en latín, Omnes et singulatim). Este tipo de conducción se maneja con una economía sutil de pecados y merecimientos, siempre con el objetivo de la salvación. Dado que el pastor decide cómo debe interpretarse o solucionarse este balance entre actos buenos y malos, se solicita del participante del rebaño una obediencia absoluta. Con respecto al tema de la obediencia, Foucault comenta: “de un medio para un fin, la obediencia se transforma en un fin en sí mismo: la obediencia no es más un instrumento para llegar a ser virtuoso, sino que (…) se convierte ella mima en virtud. Se obedece para acceder a un estado de obediencia” (Foucault, citado en: Lemke, 1997).
El hecho de que analicemos los primeros pasos del aula a través del modelo del poder pastoral no implica, una descalificación o actitud de censura sobre lo que en ella ocurre. Como dijimos, el ámbito religioso constituía el reservorio de la cultura letrada, y era natural que se recurriera a las tecnologías disponibles en la época para la transmisión del saber. Es cierto que identificar las raíces religiosas de nuestras prácticas docentes va a contramano de la propia visión que la escuela pública ha construido sobre sí misma,  como espacio secularizado y claramente diferenciado de la Iglesia.
Sin embargo, el poner en evidencia estas relaciones y homologías entre las prácticas áulicas y el poder pastoral puede alertarnos sobre los efectos que tienen esta técnica de enseñanza y este uso del poder, que son distintos de si pensáramos al aula como un sistema de democracia ateniense, por ejemplo. La enseñanza y el aprendizaje siempre involucran relaciones de poder, y por lo tanto nunca son neutrales en sus efectos y resultados; en todo caso, para nosotros es deseable poder tener más conciencia de ellos y ejercer decisiones más responsables.
La buena o mala conciencia de los siglos XV-XVIII fue la forma en que se intentó que la gente se identificara masivamente con la confesión católica o con alguno de los diversos grupos protestantes. A partir de la estructuración de instituciones pedagógicas a cargo del Estado local o nacional, el poder pastoral planteó que la conciencia era el objetivo a formar si se quería producir una nueva obediencia, una obediencia no superficial. Foucault afirma que el tipo de conducción pastoral se basó en una coerción moral, casi obligatoria, y fue además una conducción permanente.
El punto central es que la “obediencia” ya no consistía en hacer lo que se decía que había que hacer – o sea, una obediencia exterior-, sino que en la época de la división religiosa en confesiones pasó a ser una obediencia aceptada e “interior”. Aun cuando esta obediencia nunca fuera completa, el gran programa de moralización fue formulado y puesto en marcha, e influyó en la conformación del Estado y del individuo modernos (Schmitt, 1997).

¿Cómo se tradujo esta intención de moralizar a las sociedades en medio de las guerras y cambios de confesión en la pedagogía? Por empezar, la pedagogía apareció con nueva fuerza. Un grupo de intelectuales urbanos, los humanistas, propusieron programas pedagógicos para las élites, que son los que se citan con más frecuencia en los libros de Historia de la pedagogía. Erasmo de Rotterdam, Vittorino da Feltre, entre muchos otros, escribieron largos tratados sobre la educación de los futuros príncipes y cortesanos e insistieron en la necesidad de reformar las costumbres y las maneras de comportarse en sociedad, incluyendo preceptos que abarcaban desde cómo sonarse la nariz en público hasta cómo comer (Elías, 1990). Pero ¿quién se ocupó de las grandes masas, quién formuló programas para la escuela masiva y popular en gestación?.

No hay comentarios:

Publicar un comentario