El aula viene con un pan bajo el brazo:
definición del poder pastoral:
Hacia fines de la Edad
Media comienza a delinearse el espacio particular que es el aula. Pero la
pregunta acerca de qué cosas debían pasar entre las cuatro paredes de la clase
era una cuestión totalmente abierta, o al menos, en gestación. Anne Querrien
afirma en su libro sobre el surgimiento de la escuela moderna que la pregunta
inicial de la pedagogía era: ¿Cómo dirigir y enseñar a una tropa de alumnos?
¿Cómo gobernarlos? (Querrien, 1979). Para la autora, el único modelo
disponible para esta tarea era el modelo militar, y por eso el aula se conformó
como un espacio donde se produce una militarización particular.
Sin embargo, los ejércitos- que aún no eran las formaciones disciplinadas y
uniformizadas que conocemos ahora- no eran el único modelo para pensar en cómo
gobernar un grupo. Las tradiciones religiosas
proporcionaban otro modelo que inspiró a muchos pedagogos cuando éstos se
preguntaron cómo debía organizarse un aula: el pastorado.
Parece indicar que los
pedagogos de esta época no veían a los numerosos conjuntos de alumnos como una
“tropa”, sino más bien como un “rebaño”. En la visión
del grupo de niños como “rebaño”, se asienta un tipo de conducción, una forma
de liderazgo de la situación que llamamos “aula”, que intenta articularse y
vincularse con esa conducción de sí mismo que es la buena-mala conciencia:
el poder pastoral. La vinculación entre el desarrollo de la
modernidad y la idea de poder pastoral es también deudora del trabajo de Michel
Foucault.
La idea básica del
poder pastoral es que el poder del pastor no se ejerce sobre un espacio, sobre
una ciudad, sino sobre un rebaño o conjunto de hombres que se mueven (Foucault,
1992). Esta idea es una representación ancestral del poder que proviene de las
grandes culturas asiáticas de la Antigûedad (judíos, semitas, babilonios, entre
otros). Pensemos en el clásico caso de Moisés en el Antiguo Testamento. Si
Moisés tiene poder, no es sobre un territorio con límites fortificaciones, etc.,
sino sobre un grupo de gente cuya identidad era sentida como común.
Esta idea continúa viva
en muchas de las culturas que viven en forma nómade, como los gitanos o las
tribus bereberes del desierto del Sahara. Por ello, la idea del pastor y del
rebaño también puede pensarse en una situación de diáspora o dispersión donde
un pueblo se mueve y permanece como pueblo a pesar de haber perdido su
territorio. Foucault contrapone este modelo con el modelo griego de la ciudad y
el ciudadano. Mientras que en su forma ateniense el ejercicio del poder es un
derecho y es fundante de la democracia, en el caso de las formaciones
pastorales es visto como una obligación moral del pastor para con su rebaño, y
de éste con respecto a su pastor.
Esta forma de poder no
sólo se diferencia de la griega porque subraya las “obligaciones” y no los
derechos; tampoco es suficiente con ver que mientras en la concepción griega se
trata de gobernar las cosas, en el poder pastoral se trata fundamentalmente de
gobernar a las personas. Para caracterizar al poder pastoral
de una manera abarcadora debemos ver cuál era su propósito:
el objetivo no era sólo la mejor disposición de las cosas para los hombres,
sino su salvación.
Este objetivo ambicioso
necesitaba técnicas que mantuvieran al rebaño como totalidad y, a la vez,
técnicas que se ocuparan de cada miembro del rebaño. Foucault llamó a esta
orientación: un poder dedicado “a todos y a cada uno” (en latín, Omnes et singulatim). Este tipo de
conducción se maneja con una economía sutil de pecados y merecimientos, siempre
con el objetivo de la salvación. Dado que el pastor decide cómo debe
interpretarse o solucionarse este balance entre actos buenos y malos, se
solicita del participante del rebaño una obediencia absoluta. Con respecto al
tema de la obediencia, Foucault comenta: “de un medio para
un fin, la obediencia se transforma en un fin en sí mismo: la obediencia no es
más un instrumento para llegar a ser virtuoso, sino que (…) se convierte ella
mima en virtud. Se obedece para acceder a un estado de obediencia”
(Foucault, citado en: Lemke, 1997).
El hecho de que
analicemos los primeros pasos del aula a través del modelo del poder pastoral
no implica, una descalificación o actitud de censura sobre lo que en ella
ocurre. Como dijimos, el ámbito religioso constituía el reservorio de la
cultura letrada, y era natural que se recurriera a las tecnologías disponibles
en la época para la transmisión del saber. Es cierto que identificar las raíces
religiosas de nuestras prácticas docentes va a contramano de la propia visión
que la escuela pública ha construido sobre sí misma, como espacio secularizado y claramente
diferenciado de la Iglesia.
Sin embargo, el poner
en evidencia estas relaciones y homologías entre las prácticas áulicas y el
poder pastoral puede alertarnos sobre los efectos que tienen esta técnica de
enseñanza y este uso del poder, que son distintos de si pensáramos al aula como
un sistema de democracia ateniense, por ejemplo. La enseñanza y el aprendizaje
siempre involucran relaciones de poder, y por lo tanto nunca son neutrales en
sus efectos y resultados; en todo caso, para nosotros es deseable poder tener
más conciencia de ellos y ejercer decisiones más responsables.
La buena o mala
conciencia de los siglos XV-XVIII fue la forma en que se intentó que la gente
se identificara masivamente con la confesión católica o con alguno de los
diversos grupos protestantes. A partir de la estructuración de instituciones
pedagógicas a cargo del Estado local o nacional, el poder pastoral planteó que
la conciencia era el objetivo a formar si se quería producir una nueva
obediencia, una obediencia no superficial. Foucault afirma que el tipo de
conducción pastoral se basó en una coerción moral, casi obligatoria, y fue
además una conducción permanente.
El punto central es que
la “obediencia” ya no consistía en hacer lo que se decía que había que hacer –
o sea, una obediencia exterior-, sino que en la época de la división religiosa
en confesiones pasó a ser una obediencia aceptada e “interior”. Aun cuando esta
obediencia nunca fuera completa, el gran programa de moralización fue formulado
y puesto en marcha, e influyó en la conformación del Estado y del individuo
modernos (Schmitt, 1997).
¿Cómo se tradujo esta
intención de moralizar a las sociedades en medio de las guerras y cambios de
confesión en la pedagogía? Por empezar, la pedagogía apareció con nueva fuerza.
Un grupo de intelectuales urbanos, los humanistas, propusieron programas
pedagógicos para las élites, que son los que se citan con más frecuencia en los
libros de Historia de la pedagogía. Erasmo de Rotterdam, Vittorino da Feltre,
entre muchos otros, escribieron largos tratados sobre la educación de los
futuros príncipes y cortesanos e insistieron en la necesidad de reformar las
costumbres y las maneras de comportarse en sociedad, incluyendo preceptos que
abarcaban desde cómo sonarse la nariz en público hasta cómo comer (Elías,
1990). Pero ¿quién se ocupó de las grandes masas, quién formuló programas para
la escuela masiva y popular en gestación?.
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