Cap.
II- El aula nace: el rol de la religión como partera. (pps. 41-88)
Si preguntáramos cuáles
son las tareas principales de la escuela elemental, básica o primaria,
tendríamos muchas respuestas diferentes, aunque seguramente todas coincidirían
en unos pocos elementos: leer, escribir, contar u operar. Sin embargo, en la
Edad Media y en el comienzo de la modernidad, estos contenidos no estaban
incluidos. Dice el historiador Phillippe Ariès que los “conocimientos empíricos
y elementales (…) no eran el objeto de la enseñanza escolar: los mismos se
aprendían en el interior de la familia o durante el aprendizaje de un oficio a
través de un tipo particular de aprendizaje” (Ariès, 1996). La escuela
elemental, el grado primario, no existía entonces como tal. Lo que estaba
“escolarizado” en esa época se hallaba vinculado a la cultura clásica y al
latín. Se consideraba que las escuelas existían en relación con otras funciones
de la cultura, muy ligadas a la teología y a la formación de los eclesiásticos.
Por eso, a nadie se le ocurría reclamar
que la escuela fuera para todos. Sin embargo, se produjeron transformaciones
que modificaron este panorama. Los programas y proyecto no dirigen las
realidades educativas, más bien chocan con ellas. Sin embargo, estos programas
y proyectos marcan la dirección del desarrollo, las formas que la sociedad
desea para su socialización escolar y, por ello, tienen algún tipo de efecto
sobre las duras realidades sociales. En este recorrido acerca del nacimiento
del aula, veremos que el trabajo de parto es difícil, contradictorio y para
nada “natural”. Queremos mostrarle cómo el aula de la escuela elemental fue
inventada al calor de procesos sociales, políticos y culturales más amplios.
(Pre)historia: una mirada al final de la
Edad Media:
Entre las instituciones
existentes en la Edad Media, las universidades desempeñaban un rol central.
Estaban organizadas en forma muy diferente de la que conocemos hoy en día, con
escuelas preparatorias, algo caóticas, donde se enseñaban elementos de la cultura
clásica como el latín, la lógica y la retórica, y facultades en las que la
enseñanza se asemejaba algo a la actual enseñanza terciaria. Estas
instituciones educativas atendían a un público minoritario, aunque diverso (Le
Goff, 1984). La escuela elemental, en cambio, es una invención moderna. Como
dijimos, aun cuando existían formas de aprendizaje elemental antes de la
modernidad, éstas no se parecían a la escuela que hoy conocemos en nuestro
recorrido, nos concentraremos en las técnicas prescriptas para los grados
inferiores de esos colegios o escuelas de latín, a las que concurrían sujetos que hoy
llamaríamos niños (aprox. 10 años).
Los estudiantes y
escolares eran un grupo distintivo en las ciudades de la Edad Media, que tenía
ciertas inmunidades y privilegios, se organizaban en grupos y elegía a sus
maestros, a quienes pagaba. Las universidades eran inicialmente ambulantes y
funcionaban “de prestado” en instituciones eclesiásticas o en casas
particulares. Los asientos no eran tales, sino que se esparcía algo de heno en
el suelo para evitar los dolores de espalda. Sin embargo, estos estudiantes,
muchas veces provenientes del campo, de familias aristocráticas pero rurales,
necesitaban un lugar para dormir y tener sus pertenencias. Desde el siglo XV, las
pensiones más o menos improvisadas en las que residían se transformaron, por
impulso de la campaña eclesiástica de moralización de la vida estudiantil, en
una especie de internados. Se trataba de sacar a los estudiantes de su espacio
de libertad: la calle. “A partir de ese momento, no se trató más de asegurarles
a los estudiantes pobres el mantenimiento de sus vidas, sino que se propuso
exceder ese marco y obligarlos a una especie de conducción de sus vidas que los
protegiera de las tentaciones del mundo exterior. Así, se los sometió a una
vida comunitaria que estuvo determinada por el espíritu de una praxis religiosa
y que fue asegurada a través de estatutos duraderos” (Ariès, 1996) la
arquitectura de los colegios se hizo más compleja, con espacios de oración,
claustros y aulas, que eran únicas para todos y que se organizaban con asientos
dispuestos en dos filas enfrentadas a lo largo de la habitación. El maestro
ocupaba uno de los extremos del aula y circulaba por el amplio espacio que
quedaba entre los alumnos.
Más adelante se le
dieron a este espacio cerrado funciones educativas. Ya no se trataba
simplemente de mantener a los niños encerrados fuera del horario de la escuela,
que seguía siendo externa, sino de transformar esa pensión, con ritos
religiosos y rutinas prescriptas, en un espacio de aprendizaje. La problemática
del gobierno de los niños como “el gran tema de la pedagogía que emerge y se
desarrolla en el siglo XVI” (Foucault, 1991) fue algo novedoso y rompió con las
tradiciones establecidas. El gobierno de los niños se ajustó cada vez más a un
modelo de encierro en instituciones que pretendían la formación completa, en todos los aspectos,
del niño o del adolescente. Por supuesto, este modelo no se generalizó
totalmente, ya que estas instituciones eran caras, pero se empezó a
pensar al internado como el ámbito ideal de aprendizaje.
La imagen del
estudiante de la Edad Media –un niño de 10 años podía comenzar sus estudios
gramaticales- que vagaba de un contrato de aprendizaje a otro por espacios en los
cuales se enseñaba, pero que quizá no diferían mucho ni eran más higiénicos que
un establo, fue reemplazada paulatinamente por la de un escolar que se
subordinaba a normas concretas cotidianas y a un espacio escolar separado de la
vida en la calle (Snyders, 1974). Consideremos los elementos de la estructura
de comunicación del aula que se estaba conformando. Ariès ha mostrado cómo esta
nueva conciencia de que el niño necesitaba un espacio específico es la
responsable de la lenta formación de las clases escolares según edades:
“Durante largo tiempo, la escuela se comportó de manera indiferente frente a la
división por edades porque su objetivo principal no era la educación de los
niños. La escuela de latín de la Edad Media no estaba dispuesta de manera tal
de tomar para sí los roles de la formación moral y social. La escuela medieval
no estaba destinada para los escolares, era más bien una especie de escuela
técnica para el oficio de cura, tanto de `los viejos como de los jóvenes`. Por
ello, se admitía en la escuela a todos los escolares posibles sin preocuparse
por si eran niños, jóvenes o adultos” (Ariès, 1996).
A pesar de que se
comenzaba a definir un espacio separado – un aula dentro de una escuela - y a pensar en la alfabetización temprana de
los niños, los procesos que ocurrían en ese espacio todavía se vinculaban al
pasado. “La enseñanza del maestro de escritura, debemos recordarlo, era casi
una enseñanza para adultos. De hecho
proviene de una forma de enseñanza (…) orientada a los oficios y sus corporaciones
en la Edad Media y que estaba destinada a los aprendices” (Ariès, 1996). Es
decir, el canon de conocimientos se extendió a los niños pequeños, pero el
problema era que no había un método específico para ellos. Por un lado, porque
no se habían hecho experiencias de escolarización infantil a gran escala, pero
sobre todo porque, como argumenta Ariès, la infancia como tal, como identidad
que requiere un tratamiento y una sensibilidad particulares, no existía en la
Edad Media y se estaba formando paulatinamente en la modernidad temprana. Por
ello, las escenas de enseñanza que cita este autor son algo grotescas: son
formas vinculadas a la práctica de aprendizajes, pero sin método específico:
“así debemos imaginarnos el curso de la enseñanza: unos aprenden a deletrear,
otros a cantar” (Ariès, 1996).
¿Por qué, se pregunta
Ariès, el niño comienza ser en esta época una presencia a la que se mira con
otros ojos? ¿Qué sucede en la sociedad para que de repente se considere que los
niños merecen un tratamiento especial? A nivel del aula, la pregunta es por qué
los niños necesitan una forma de comunicación “metódica” especial. La
escenografía en la cual se ubica este proceso es la Europa del siglo XVI. Una
Europa dividida en “confesiones”.
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