Del gobierno a la gubernamentalidad:
Para ver al aula y la
conducción del aprendizaje como ámbitos y actividades vinculados al gobierno de
las sociedades, propondremos algunas definiciones que acompañen en la
argumentación. La primera de ellas es el término gobierno. El “gobierno”,
entendido como cualquier tipo de estructura de orden social que organice las
energías y las fuerzas y dirima los conflictos, surge cuando las sociedades se
complejizan. Puede observarse que las culturas tribales, que carecen de una
institución estatal desarrollada, tienen sin embargo algún tipo de conducción,
donde a veces las mujeres y a veces los ancianos toman las decisiones que
afectan a toda la comunidad.
Sin embargo, al hablar
aquí de gobierno nos estamos refiriendo
a un fenómeno aun más específico. Si nos remontamos a la Edad Media,
encontramos sociedades en las cuales existían relaciones de mando y de
obediencia, relaciones de poder desiguales, y también había una especie de
tropa o ejército del que se valía el señor feudal, el dueño de la tierra, para
imponer su voluntad. Sin embargo, en el sentido estricto en que usamos el
término en nuestra argumentación, no existía un gobierno. El señor era dueño de
las tierras y las arrendaba a los campesinos. Éstos quedaban ligados al
“señor”, no podían irse del terreno que ocupaban y aceptaban sus reglas a
cambio de una serie de beneficios, como la protección ante peligros “externos”.
Sin embargo, el señor feudal no centraba su dominio en el hecho de que los
campesinos (sus siervos) pensaran bien de él o estuvieran de acuerdo con este
orden. Tampoco el rey (primus inter pares
o señor entre los señores) lo hacía. Antes del comienzo de la modernidad
temprana, que dataremos alrededor del año 1500, los reyes heredaban tierras, se
casaban con las hijas de otros reyes para extender sus dominios y, también iban
a la guerra para conquistar nuevos territorios y acceder a otros botines. Pero
entre sus actividades, amén de recaudar (con violencia, si era necesario) los
impuestos de los campesinos y de los otros señores, no estaba la de convencer a
sus súbitos de que todos formaban parte de una unidad colectiva, o de la
justicia del orden social. Las identidades “nacionales” eran por entonces menos
que incipientes, y los sentimientos de ligazón colectivos estaban articulados a
través del cristianismo. Éste se planteaba como un ligamiento universal, ya que
todos los hombres, o al menos, todos los cristianos, eran considerados hermanos.
Así, quien vivía bajo el reinado de Isabel la Católica en la actual España no
se definía en primer lugar como español o castellano, sino básicamente como
cristiano.
La noción de “gobierno”
como tal aparece con la modernidad, o sea, con la lenta desaparición de las
formas feudales que acabamos de describir. Este proceso es muy complejo, ya que
confluyen muchos factores: económicos (el surgimiento del capitalismo),
políticos (la expansión colonial hacia América, Asia y África), sociales (la
creciente urbanización de Europa occidental) y religiosos (el desafío
protestante). Este último proceso nos interesa muy especialmente, porque tuvo
profundas consecuencias sobre la pedagogía. Con la Reforma protestante y las
guerras religiosas que ensangrentaron a Europa hasta 1648, se abrió un cisma
dentro del cristianismo que obligó a las iglesias a replantearse la relación
con sus fieles. A partir de la existencia de dos religiones competitivas en el
mismo marco cultural y territorial, ya no era suficiente que los fieles
obedecieran ciertos rituales, sino que se volvió necesaria la
interiorización de las creencias y el ejercicio de un control superior sobre
ellas para evitar que se identificaran con la otra religión
Ambas religiones, pero
en particular la protestante, planteaban que para ser un buen creyente uno debe
trabajar sobre sí mismo, preguntarse quién es, qué quiere y en qué cree. Este
proceso de autoconocimiento fue denominado por Michel Foucault –para otro
contexto- técnicas del yo. En esta época,
empiezan a aparecer masivamente referencias a algo que hasta ese entonces sólo
habían experimentado ciertos círculos (conventos y monasterios sobre todo): la conciencia. Tener mala o buena conciencia se transformó en un elemento central
de la religión. Estas técnicas del yo, estas preguntas dirigidas
hacia uno mismo, son lo que llamaríamos la base de nuestra conducta, o sea, de
nuestra “conducción”.
A lo largo de estos
siglos, conducirse a sí mismo, controlarse a través de la buena-mala conciencia,
se convirtió en algo central para las personas (Kittsteiner, 1991). Asimismo,
el padre de familia empezó a preguntarse por sus obligaciones como tal, entre
ellas, por la educación de sus hijos, aunque por “educación” se entendía en ese
momento algo diferente de lo que entendemos hoy.
Lo que ocurre entre los
siglos XVI y XVIII es la constitución de una moral colectiva que aún tiene
vigencia entre nosotros, aunque convivamos con los síntomas de su crisis
prolongada. Este proceso de moralización interesa enormemente a los reyes y a
otras autoridades de la época, que ven cómo el mundo se transforma ante sus
ojos. Ya no se trata de imponer la obediencia ciega bajo amenaza de violencia,
sino de lograr la obediencia reflexiva, aceptada como correcta. La obediencia con “buena conciencia”, la
obediencia “interior”, se vuelve cada vez más importante. La pedagogía
desempeñará un rol fundamental en cuanto a estructurar las obediencias y
configurar las moralidades.
En relación con este
proceso, una primera definición, breve y sintética, del gobierno, es la
siguiente: se trata de la conducción de las conducciones.
Este “conducir” está lejos del acto de manejar autos y más cerca quizá de la
categoría “conducta” de los boletines escolares: cómo se comporta uno, cómo se
conduce. Conducir las conducciones no es fácil. El primer requisito es que la gente “sienta” que debe conducirse a sí misma, que
tiene que cumplir las reglas y que, en
caso de que no lo haga, es necesario que se justifique y se pregunte por qué no
las cumple, y acepte un castigo o reprimenda. La idea de que hay que
gobernarse, controlar los impulsos, comportarse de acuerdo con ciertos códigos
y reflexionar sobre las causas y consecuencias de nuestros actos es un fenómeno
que, aunque reconoce antecedentes en la Antigûedad clásica, sólo se expande en
los siglos que estamos analizando.
El campesino de la Edad
Media, aunque pagara los impuestos anuales, no necesitaba justificarse
extensamente por sus actos ni “comportarse” o “conducirse” de una manera minuciosamente
reglada. Esto no significa que fuera libre o que hiciera lo que quisiese. Por
un lado, no era libre en términos jurídicos y tenía muchas obligaciones
respecto de su señor; por el otro, su vida tenía otras regulaciones, que
provenían de su relación con la naturaleza, de su religiosidad y de su trabajo
como campesino. Lo que queremos destacar con la comparación retrospectiva es
que el “poder central” (los reyes y señores) no estaba interesado ni encontraba
justificación en lo que pensaba, sentía y hacía el subordinado, salvo en
relación con sus obligaciones mínimas.
Una vez que la gente
acepta la necesidad de gobernarse a sí misma, el segundo
requisito e agrupar, organizar y
seleccionar estas conducciones, definiendo cuáles de estas conductas
se consideran deseables y cuáles no. Por ello, definimos al
gobierno como estas definiciones sobre las conducciones de los súbitos, esta
conducción de la conducciones individuales. Dijo Michel Foucault:
“Según mi opinión, el punto de contacto en el cual la forma de dirección de los
individuos está ligada con otras conducciones como es la forma de conducción de
sí mismo puede ser llamado gobierno. En un sentido amplio de la palabra,
`gobierno` no es una forma de forzar a los hombres a hacer las cosas que el
gobernante quiere; en realidad, se trata más de un equilibrio movible con
agregados y conflictos entre las técnicas que aseguran la obediencia
(forzamiento) y los procesos a través de los cuales uno se construye a sí mismo
y se transforma” (Foucault, 1993 a,).
O sea que para producir
un gobierno, para producir un estado de “gubernamentalidad” (una mentalidad de
gobierno, que acepte y valore el gobierno), son necesarias dos cosas: primero,
la conducción de sí mismo, y segundo, la articulación, unión, combinación de
muchas conducciones (la del padre, la del maestro, incluso la del médico) con la
conducción global de un Estado moderno.
Estas dos conducciones no necesariamente coinciden: muchas veces, el
autogobernarse va en contra de lo que la sociedad impone, y es en estas
discrepancias donde se habilitan espacios de
libertad.
Así, el gobierno
moderno, lejos de ser la antítesis de la libertad, es su condición de
posibilidad. Porque la conducción de sí mismo y de
los otros implica, paradójicamente, la
administración y regulación de la libertad: gobernarse es aprender a hacer uso
de la libertad, de una libertad no pura ni incontaminada, sino de una libertad
que surge de los aprendizajes sociales, de las regulaciones y de los espacios
intersticiales que ellos dejan.
El gobierno tiene que ser producido
y, además, hay que producirlo de manera constante.
“El concepto del àrte de gobernar` remite a la àrtificialidad` de las técnicas
de conducción “(Lemke, 1997). Esta artificialidad refiere a un “arte” que opera
sobre la naturaleza, es algo que debe ser inventado, probado, evaluado,
modificado, ya que no se puede tomar como una manzana de un árbol. En este
proceso, la educación del príncipe que gobierna o gobernará, y la del gobernado,
pasan a tener una importancia crucial. Ahora bien, el gobierno
también se define por cómo se piensa a quién o a qué se dirige la conducción.
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