domingo, 25 de mayo de 2014

Del gobierno a la gubernamentalidad:

Para ver al aula y la conducción del aprendizaje como ámbitos y actividades vinculados al gobierno de las sociedades, propondremos algunas definiciones que acompañen en la argumentación. La primera de ellas es el término gobierno. El “gobierno”, entendido como cualquier tipo de estructura de orden social que organice las energías y las fuerzas y dirima los conflictos, surge cuando las sociedades se complejizan. Puede observarse que las culturas tribales, que carecen de una institución estatal desarrollada, tienen sin embargo algún tipo de conducción, donde a veces las mujeres y a veces los ancianos toman las decisiones que afectan a toda la comunidad.
Sin embargo, al hablar aquí de  gobierno nos estamos refiriendo a un fenómeno aun más específico. Si nos remontamos a la Edad Media, encontramos sociedades en las cuales existían relaciones de mando y de obediencia, relaciones de poder desiguales, y también había una especie de tropa o ejército del que se valía el señor feudal, el dueño de la tierra, para imponer su voluntad. Sin embargo, en el sentido estricto en que usamos el término en nuestra argumentación, no existía un gobierno. El señor era dueño de las tierras y las arrendaba a los campesinos. Éstos quedaban ligados al “señor”, no podían irse del terreno que ocupaban y aceptaban sus reglas a cambio de una serie de beneficios, como la protección ante peligros “externos”. Sin embargo, el señor feudal no centraba su dominio en el hecho de que los campesinos (sus siervos) pensaran bien de él o estuvieran de acuerdo con este orden. Tampoco el rey (primus inter pares o señor entre los señores) lo hacía. Antes del comienzo de la modernidad temprana, que dataremos alrededor del año 1500, los reyes heredaban tierras, se casaban con las hijas de otros reyes para extender sus dominios y, también iban a la guerra para conquistar nuevos territorios y acceder a otros botines. Pero entre sus actividades, amén de recaudar (con violencia, si era necesario) los impuestos de los campesinos y de los otros señores, no estaba la de convencer a sus súbitos de que todos formaban parte de una unidad colectiva, o de la justicia del orden social. Las identidades “nacionales” eran por entonces menos que incipientes, y los sentimientos de ligazón colectivos estaban articulados a través del cristianismo. Éste se planteaba como un ligamiento universal, ya que todos los hombres, o al menos, todos los cristianos, eran considerados hermanos. Así, quien vivía bajo el reinado de Isabel la Católica en la actual España no se definía en primer lugar como español o castellano, sino básicamente como cristiano.
La noción de “gobierno” como tal aparece con la modernidad, o sea, con la lenta desaparición de las formas feudales que acabamos de describir. Este proceso es muy complejo, ya que confluyen muchos factores: económicos (el surgimiento del capitalismo), políticos (la expansión colonial hacia América, Asia y África), sociales (la creciente urbanización de Europa occidental) y religiosos (el desafío protestante). Este último proceso nos interesa muy especialmente, porque tuvo profundas consecuencias sobre la pedagogía. Con la Reforma protestante y las guerras religiosas que ensangrentaron a Europa hasta 1648, se abrió un cisma dentro del cristianismo que obligó a las iglesias a replantearse la relación con sus fieles. A partir de la existencia de dos religiones competitivas en el mismo marco cultural y territorial, ya no era suficiente que los fieles obedecieran ciertos rituales, sino que se volvió necesaria la interiorización de las creencias y el ejercicio de un control superior sobre ellas para evitar que se identificaran con la otra religión
Ambas religiones, pero en particular la protestante, planteaban que para ser un buen creyente uno debe trabajar sobre sí mismo, preguntarse quién es, qué quiere y en qué cree. Este proceso de autoconocimiento fue denominado por Michel Foucault –para otro contexto- técnicas del yo. En esta época, empiezan a aparecer masivamente referencias a algo que hasta ese entonces sólo habían experimentado ciertos círculos (conventos y monasterios sobre todo): la conciencia. Tener mala o buena conciencia se transformó en un elemento central de la religión. Estas técnicas del yo, estas preguntas dirigidas hacia uno mismo, son lo que llamaríamos la base de nuestra conducta, o sea, de nuestra “conducción”.
A lo largo de estos siglos, conducirse a sí mismo, controlarse a través de la buena-mala conciencia, se convirtió en algo central para las personas (Kittsteiner, 1991). Asimismo, el padre de familia empezó a preguntarse por sus obligaciones como tal, entre ellas, por la educación de sus hijos, aunque por “educación” se entendía en ese momento algo diferente de lo que entendemos hoy.
Lo que ocurre entre los siglos XVI y XVIII es la constitución de una moral colectiva que aún tiene vigencia entre nosotros, aunque convivamos con los síntomas de su crisis prolongada. Este proceso de moralización interesa enormemente a los reyes y a otras autoridades de la época, que ven cómo el mundo se transforma ante sus ojos. Ya no se trata de imponer la obediencia ciega bajo amenaza de violencia, sino de lograr la obediencia reflexiva, aceptada como correcta.  La obediencia con “buena conciencia”, la obediencia “interior”, se vuelve cada vez más importante. La pedagogía desempeñará un rol fundamental en cuanto a estructurar las obediencias y configurar las moralidades.
En relación con este proceso, una primera definición, breve y sintética, del gobierno, es la siguiente: se trata de la conducción de las conducciones. Este “conducir” está lejos del acto de manejar autos y más cerca quizá de la categoría “conducta” de los boletines escolares: cómo se comporta uno, cómo se conduce. Conducir las conducciones no es fácil. El primer requisito es que la gente “sienta” que debe conducirse a sí misma, que tiene  que cumplir las reglas y que, en caso de que no lo haga, es necesario que se justifique y se pregunte por qué no las cumple, y acepte un castigo o reprimenda. La idea de que hay que gobernarse, controlar los impulsos, comportarse de acuerdo con ciertos códigos y reflexionar sobre las causas y consecuencias de nuestros actos es un fenómeno que, aunque reconoce antecedentes en la Antigûedad clásica, sólo se expande en los siglos que estamos analizando.
El campesino de la Edad Media, aunque pagara los impuestos anuales, no necesitaba justificarse extensamente por sus actos ni “comportarse” o “conducirse” de una manera minuciosamente reglada. Esto no significa que fuera libre o que hiciera lo que quisiese. Por un lado, no era libre en términos jurídicos y tenía muchas obligaciones respecto de su señor; por el otro, su vida tenía otras regulaciones, que provenían de su relación con la naturaleza, de su religiosidad y de su trabajo como campesino. Lo que queremos destacar con la comparación retrospectiva es que el “poder central” (los reyes y señores) no estaba interesado ni encontraba justificación en lo que pensaba, sentía y hacía el subordinado, salvo en relación con sus obligaciones mínimas.
Una vez que la gente acepta la necesidad de gobernarse a sí misma, el segundo requisito e  agrupar, organizar y seleccionar estas conducciones, definiendo cuáles de estas conductas se consideran deseables y cuáles no. Por ello, definimos al gobierno como estas definiciones sobre las conducciones de los súbitos, esta conducción de la conducciones individuales. Dijo Michel Foucault: “Según mi opinión, el punto de contacto en el cual la forma de dirección de los individuos está ligada con otras conducciones como es la forma de conducción de sí mismo puede ser llamado gobierno. En un sentido amplio de la palabra, `gobierno` no es una forma de forzar a los hombres a hacer las cosas que el gobernante quiere; en realidad, se trata más de un equilibrio movible con agregados y conflictos entre las técnicas que aseguran la obediencia (forzamiento) y los procesos a través de los cuales uno se construye a sí mismo y se transforma” (Foucault, 1993 a,).
O sea que para producir un gobierno, para producir un estado de “gubernamentalidad” (una mentalidad de gobierno, que acepte y valore el gobierno), son necesarias dos cosas: primero, la conducción de sí mismo, y segundo, la articulación, unión, combinación de muchas conducciones (la del padre, la del maestro, incluso la del médico) con la conducción global  de un Estado moderno. Estas dos conducciones no necesariamente coinciden: muchas veces, el autogobernarse va en contra de lo que la sociedad impone, y es en estas discrepancias donde se habilitan espacios de  libertad.
Así, el gobierno moderno, lejos de ser la antítesis de la libertad, es su condición de posibilidad. Porque la conducción de sí mismo y de los otros implica, paradójicamente, la administración y regulación de la libertad: gobernarse es aprender a hacer uso de la libertad, de una libertad no pura ni incontaminada, sino de una libertad que surge de los aprendizajes sociales, de las regulaciones y de los espacios intersticiales que ellos dejan.

El gobierno tiene que ser producido y, además, hay que producirlo de manera constante. “El concepto del àrte de gobernar` remite a la àrtificialidad` de las técnicas de conducción “(Lemke, 1997). Esta artificialidad refiere a un “arte” que opera sobre la naturaleza, es algo que debe ser inventado, probado, evaluado, modificado, ya que no se puede tomar como una manzana de un árbol. En este proceso, la educación del príncipe que gobierna o gobernará, y la del gobernado, pasan a tener una importancia crucial. Ahora bien, el gobierno también se define por cómo se piensa a quién o a qué se dirige la conducción

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