domingo, 29 de junio de 2014

EXORDIO: LA PEDAGOGÍA Y SUS METÁFORAS

Tal como manifestaba Comenio: el docente tiene que actuar como la naturaleza; su acción de enseñar a todos los alumnos al mismo tiempo se parece a la actividad del sol, que calienta a todos los objetos a la vez. También Comenio decía que el docente en el aula es como el arquitecto que comienza la casa por los cimientos; de modo que el docente tiene que empezar por ese cimiento específico que es la disciplina de los niños.
El mismo proceso de ver algo bajo la lupa de otro término se encuentra en la discusión que planteamos sobre el poder pastoral, esto es, si a los alumnos se los ve como a un ejército o como a un rebaño. Para definir una cosa usamos otras. Esto lo hacemos todos los días: podríamos decir que el/la directora/a de la escuela es como un presidente, o como un rey. En ambos casos las comparaciones nos dicen algo, pero en cada uno nos están diciendo algo distinto. Si se dice que el/la director/a de la escuela es como un presidente, la idea es que, si bien dirige el conjunto de la escuela, su poder no es ilimitado. Si se dice que el/la directora/a es como un rey, probablemente eso nos evoca otras cosas: cierto despotismo, caprichos, un poder que parece no reglamentado.
Entonces, estas comparaciones no son inocentes ni neutrales: evocar otros significados implica resaltar relaciones y conexiones que pueden no ser evidentes para los otros, y que queremos que lo sean. Estas afirmaciones no inocentes se han denominado en la retórica “metáforas” y se las conoce desde la Antigûedad, cuando fueron ya planteados por Aristóteles en su Poética. Desde ese entonces, la metáfora se define como “la sustitución de un término por otro” (Innes, 1997). Por ejemplo, puede decirse que la lección que toma un profesor de  Historia sobre los datos de las guerras de independencia es como el programa “Domingos para la juventud”. Si yo elijo definir esa lección como “Domingos para la juventud” y no como “una forma de preguntas y respuestas que no ayudan a los chicos a construir sentidos acerca de la historia”, estoy definiendo la misma lección con dos metáforas diferentes.
Y cada metáfora construye diversos puntos de vista, arma recorridos distintos. La primera señala quizás el ritual escolar: esas fechas que se saben un par de días y después caen en el olvido parcial o total. La segunda apunta en dirección a la no contribución de esa lección a la actividad  de aprender en un sentido más estricto. Mientras que la primera metáfora señala ante todo la cultura escolar, las reglas de la lección en sí mismas, la segunda se refiere  primariamente a las operaciones de conocimiento ligadas a esta situación, la repetición memorística para ganar un juego. Esto es, elegir una metáfora para describir un objeto específico no es una acción inocente; marca una dirección y le da a la definición un matiz específico. El lenguaje, en este sentido, no refleja la realidad, sino que produce sentidos, crea la realidad social.
Las metáforas son centrales para poder desenvolverse en situaciones sociales. Por ejemplo, cuando uno pregunta: “¿tenés hora?” y el otro contesta solamente: “si”, la respuesta es correcta desde el punto de vista estricto de la pregunta. Pero desde el punto de vista de cómo nos comunicamos, lo “correcto” es responderle: “Dos menos cuarto”. Esto es, nosotros usamos todos los días metáforas para vivir.
Cada cultura ha desarrollado sistemas de metáforas diferentes. Lakoff y Johnson, dos investigadores estadounidenses, han expuesto todas las metáforas que existen en la cultura norteamericana alrededor de la idea de que “el tiempo es dinero”. Otro ejemplo puede ser la comparación de las distintas formas de insultar que existen en diversas lenguas y culturas: es muy interesante comprobar cómo en algunas culturas predomina el componente sexual, y en otras, el componente animal o de la cultura campesina, aun cuando no haya ahora muchos campesinos.
Las metáforas nos hablan de la imaginación de las culturas. Las personas que viven dentro de esas culturas sienten que  hay cosas que están bien y otras que están mal, y también, a veces, formulan cómo deberían ser las cosas de esa sociedad. En todo este proceso de la imaginación, de lo deseado, las metáforas desempeñan un rol muy importante ( Lakoff y Johnson, 1988).
Volviendo al caso de Comenio, si el docente es “el sol”, los niños son puestos, en esa comparación, en el lugar del “árbol” y de los “animales”. Esta metáfora ayuda a Comenio a justificar su afirmación de que el principio activo del aula – siguiendo la imagen del sol – sólo puede ser el maestro.
La diferencia abismal entre el sol y el árbol o entre el sol y el animal se lleva muy bien con el prejuicio de que el abismo entre docente y alumno en el aula puede compararse con los conceptos de actividad-pasividad o con la idea que tienen muchas personas – entre ellas, algunos docentes- de que los niños cuando llegan a la escuela “no saben nada de nada”, y ponen al docente como un sol que “iluminará” al niño, como si éste hubiera vivido en el desconocimiento-oscuridad todos los años anteriores a la escolaridad. Esto es, definiendo un segundo aspecto, puede decirse que las metáforas no sólo no son inocentes, sino que pueden analizarse como estrategias para formular algunas ideas que muchas veces permanecen indiscutidas.
¿Es el alumno impensable sin el docente? ¿Aprender es lo mismo que “ser enseñado”, como esta metáfora propone a través de la figura pasiva del niño? ¿Es el tipo de dependencia del animal y del árbol con respecto al sol el mismo tipo de dependencia del alumno con respecto al docente? Todas estas ideas no dichas se cruzan en la formulación de Comenio.
Entonces, cuando analizamos la metáfora de Comenio, no sabemos muy bien si describía realmente la relación entre docente y alumno en su tiempo, pero sí sabemos que, probablemente de manera inconsciente y permeada por su cultura, nos dice más sobre su estrategia en relación con el aula que con respecto al aula misma como objeto “real”. Analizar metáforas, entonces, es verlas fundamentalmente como síntomas o emergentes de estrategias, de propósitos del que las dice. Precisamente porque la metáfora no es inocente, nos muestra la “no-inocencia” del que la pronuncia y nos da pistas para poder comprender adonde quiere ir.
Con esto queremos indicarle una perspectiva importante a la hora de analizar la escuela, el aula y la pedagogía: las metáforas no son “adornos” que se ponen para decir “lo mismo” con otras palabras. Hemos visto que usar una metáfora u otra no es decir “lo mismo”, sino que lo que aparece como “mismo” es el docente: el docente  es un sol, el docente es un guía. Pero este “mismo” no es independiente de la forma en que nos referimos a él: cuando Comenio les dice a los docentes qué es lo que tienen que hacer, lo deduce de las metáforas, no de una supuesta cualidad universal del maestro. Por eso dijimos antes que el lenguaje crea la realidad social, produce maneras de comprender el mundo. La metáfora, entonces, es algo decisivo a la hora de definir las cosas.
Las metáforas pueblan nuestro lenguaje cotidiano y también el lenguaje especializado. La mayoría de las veces, al hablar usamos metáforas de las que generalmente no somos conscientes. Cuando hablamos de la teoría, por ejemplo, podemos decir que es como un edificio que tiene sus fundamentos, que debe ser construida, que necesita ser desmantelada, o también desconstruida. Cuando hablamos del aprendizaje, decimos que es también una construcción o una estructura. En todos los casos, el uso de ciertas metáforas crea relaciones de similitud con algunos fenómenos y no con otros, nombra y define de manera que también excluye otras posibilidades.
Otra metáfora de un pedagogo inglés es la siguiente: este educador usaba la metáfora de la jardinería y del crecimiento natural para referirse al proceso de enseñanza-aprendizaje. Decía: (…) Las mentes de los niños, y aun las de los adultos, pueden ser con justicia comparadas con un jardín, que, si no es atendido, pronto va a estar invadido por dañinos yuyos, que van a enraizarse tan profundamente que van a sofocar todo buen pensamiento y afecto, y aun a la conciencia misma” (Wilderspin, 1824). El deber del maestro-jardinero es regar las plantas, cuidar y atender sus necesidades especiales, limpiarlas de los yuyos malignos, hasta que florezcan por sí mismas. Nótese que el contenido conservador del enunciado: el jardinero puede ayudar a que la planta crezca, pero no puede modificar el potencial inherente o innato de cada planta de desarrollarse en su propia dirección.
En este sentido, queremos enfatizar que las metáforas tienen consecuencias, definen un universo de cualidades y de acciones posibles, tanto como en el caso del maestro-sol. En este sentido, participan centralmente de la construcción de nuestra subjetividad, por ejemplo, dándonos formas de nombrar nuestra actividad docente que determinan cómo vamos a procesar nuestras experiencias en el aula. Ahora, pensemos la escuela según estas metáforas:
1.      Como una empresa: Si se ve a la escuela como una empresa, se puede decir que las inversiones tienen que estar en relación con las ganancias esperadas, se puede pensar en que la escuela debe ofrecer “garantías” de sus productos, como lo hacen las empresas, y por ello armar un sistema de medición de aprendizajes que fije de algún modo los parámetros de la garantía. El director pasa a ser un gestor, casi un ejecutivo de lo escolar, que tiene que buscar sponsors, hacer propaganda de la escuela, trazar una estrategia, entre otras cosas.
Asimismo, en una empresa se despide a los trabajadores cuando no hay trabajo, y una escuela con 20 alumnos en un lugar apartado de una provincia (si se considera a la educación únicamente como una empresa que debe ser rentable) puede ser borrada del organigrama, ya que no habría suficiente trabajo ni se “produciría” una cantidad significativa de alumnos escolarizados.
2.      Como una familia: Si se ve a la escuela como una familia, es posible que las maestras – ya que la mayoría de los docentes son, en estos tiempos, mujeres – se sientan “madres”. Ser “madre”, ser “segunda madre” en el “segundo hogar”, son expresiones metafóricas que nos informan que la persona que las usa piensa en la escuela como en una familia. En una familia hay, quizás, una división del trabajo: alguien saca la basura, alguien pone la mesa, alguien corta el césped. Por otro lado, en la familia privan las relaciones afectivas y las reglas suelen ser más flexibles que en otras organizaciones sociales. ¿Se trasladan estas características a la escuela? ¿Existen en una escuela relaciones de “herencia”, como en una familia? ¿El poder y las facultades de un docente son comparables a las de un padre o a las de una persona que tiene la patria potestad? ¿Qué pasa con la calidad de trabajador de la maestra cuando se la considera una “segunda mamá”?.
3.      Como agente del progreso: La escuela aparece como el medio para combatir la “oscuridad” de la ignorancia, como un lugar donde la luz del conocimiento (una persona inteligente, se dice, tiene “muchas luces”) se expande a expensas de la oscuridad. En esta visión, la escuela puede verse también como un bastión contra una sociedad cada vez más “brutal”, o como un centro donde la razón gobierna y se desarrolla. Pero ¿está la escuela al tanto y participa de muchas investigaciones científicas, de la política y de los cambios de las maneras de relacionarse entre jóvenes y adultos que tienen lugar en la sociedad no-escolar? ¿Son siempre las sociedades más escolarizadas las que más han progresado?
4.      Como templo del saber: Esta metáfora está vinculada a la anterior pero contiene elementos religiosos, aunque sin una presencia divina. Se dice que la docencia es un “apostolado” (¿será el destino de los docentes, entonces, ser comidos por los leones en los anfiteatros, como los apóstoles cristianos?). También se oye que la escuela es un “templo”, y por ello hay reglas especiales: así como los fieles se persignan al entrar a la iglesia o se lavan los pies antes de entrar a la mezquita, en las escuelas hay saludos “poco naturales”: ponerse de pie, formar fila, tratar de manera diferente al inspector o al director. Observe, por ejemplo, el siguiente párrafo acerca de los maestros que fuman en clase, escrito en 1884: “Mucho se ha dicho y escrito en Pedagogía considerando a la escuela como un templo y al maestro como un sacerdote; en consecuencia, si el mayor respeto se guardaba en la casa de Dios, también debía observarse en aquella en que la juventud se forma. El maestro que fuma en clase empieza por profanar el sagrado recinto en que se encuentra, faltando al respeto que debe a sus alumnos, y concluye abriéndoles el camino de la imitación y el deseo, porque los niños son imitativos y copian con facilidad todo aquello que ven ejecutar a los mayores, y especialmente al maestro, a quien tienen como modelo diario” (“El maestro que fuma en clase”. En: Revista de Educación).

Estas metáforas se usaron y se usan para referirse a la educación, y pueden ser revisadas con la pedagogía normalizadora. Su uso fue cambiando a través del tiempo, aunque puede decirse que la metáfora de la empresa y la del agente del progreso siguen teniendo amplia vigencia, así  como la de que la escuela es como una familia. Estos cambios en los regímenes metafóricos hacen referencia a cambios más generales del lugar de la escuela en la sociedad y de los discursos que la sociedad acepta. Por ejemplo, la idea de la escuela como empresa no era común hace sesenta años en la Argentina (sí en los Estados Unidos), pero hoy es una de las que más se escuchan en el lenguaje de los políticos y administradores del sistema.

Esto es, si un tipo de metáfora se vuelve más importante en una cultura, nos habla de lo que está pasando en ella. Si la escuela se ve como un templo del saber, habrá que reforzar todas las formas más o menos solemnes de la cultura escolar; si se la considera como una familia, habrá que ver si la autoridad del docente puede ser igual a la de los padres; de ahí que algunos padres “den permiso” a los maestros para castigar corporalmente  a los niños, ya que para ellos la escuela no debe ser diferente de las pautas familiares. Entonces, pensar la escuela a través de ciertas metáforas es determinar lo que uno cree que debe hacerse con ella.

Las metáforas que usamos y que nos parecen apropiadas contienen toda una serie de posibles consecuencias sobre el futuro de nuestras escuelas. La pedagogía como un saber específico, con su historia, sus vinculaciones, sus efectos directos o indirectos, también puede pensarse a partir de las metáforas que organizaron sus discursos.


Es fundamental poder ver que las metáforas nos dicen algo, que nos indican mucho más de lo que suponen. Por eso, como docentes, es central ver quién usa qué metáforas, qué cosas nos ayuda a pensar una metáfora y qué cosas nos está ocultando. Así como en la vida cotidiana, también están en la escuela, y así como “cortar” una relación parecería indicar que uno corta un cable que lo une al otro, las metáforas pedagógicas del aprendizaje como “apropiación”, del docente como “gestor del aula”, también nos informan mucho acerca del panorama pedagógico y de las fuerzas educativas en donde actuamos.

domingo, 25 de mayo de 2014

Si bien hemos visto que algunas pedagogías, como la de Comenio, acentuaban el momento grupal del pastorado, otras, como la jesuita, practicaban la relación individual como forma de conducción. La estructura del aula y la organización de las interacciones desarrolladas a partir de estos principios fueron, por lo tanto, diferentes.
Sin embargo, La Salle produjo una síntesis en la cual la obediencia grupal y la individual se combinaban, no haciendo una mezcla de métodos, sino dándole la primacía al método global y, por lo tanto, al grupo como interlocutor. La Salle optó por una forma de conducción que aceptaba que la obediencia grupal era lo decisivo. En ella, una desobediencia individual no producía catástrofes, podía ser corregida, pero una desobediencia grupal se consideraba grave.

En una sociedad que comienza a moverse hacia la masificación, veremos qué fuerza adquirirá esta forma de conducción basada en el grupo escolar cuando las sociedades comiencen a cambiar radicalmente sus principios de funcionamiento a fines del siglo XVIII.
A partir de este momento, la mayor parte de las experiencias escolares elementales se realizaron en las lenguas maternas, devenidas lenguas nacionales en muchos estados; y el latín pasó a ser un contenido de la educación superior.
La Salle también adoptó varias de las formas disciplinarias individualizadoras de los jesuitas, extendiéndolas al punto de ejercer una “vigilancia constante sobre el cuerpo infantil” y sobre el cuerpo docente (Narodowski, 1995).
En la Conducta de las escuelas cristianas se estipulaba, por ejemplo, que “los escolares deben estar siempre sentados, leyendo incluso  la tabla del alfabeto y las sílabas, tener el cuerpo derecho y los pies en la tierra y bien plantados. Cuando se leen las sílabas deben tener los brazos cruzados y cuando leen los libros deben tener su libro con las dos manos (…) con su mirada hacia adelante, un poco inclinado hacia donde está el maestro” (citado en : Chartier y otros, 1976).
El mérito de La Salle fue percibir que el pastorado necesitaba el momento colectivo tanto como el individual. A diferencia de Comenio, que descuidaba el aspecto de control individualizador por parte del maestro y lo delegaba en los decuriones, La Salle adoptó algunas de las tácticas de gobierno del aula de los jesuitas. La más visible es la ubicación espacial de los alumnos o locación, principio que determinaba en qué lugar debían sentarse los niños en la clase de acuerdo con su mérito, notas y progresos. La locación era un arma de los jesuitas para mantener continuamente la competencia entre los alumnos. La intervención de La Salle adopta el principio de que la locación es una decisión de la autoridad. Sin embargo, el docente no puede actuar libremente:
(…) habrá en todas las clases lugares asignados para todos los escolares de todas las lecciones, de suerte que todos los de la misma lección estén colocados en un mismo lugar y siempre fijo. Los escolares de las lecciones más adelantadas estarán sentados en los bancos más cercanos al muro, y los otros a continuación según el orden de las lecciones, avanzando hacia el centro de la clase (…). Cada uno de los alumnos tendrá su lugar determinado y ninguno abandonará ni cambiará el suyo sino por orden y con el consentimiento del inspector de las escuelas. Habrá de hacer de modo que aquellos cuyos padres son descuidados y tienen parásitos estén separados de los que van limpios y no los tienen; que un escolar frívolo y disipado esté entre dos sensatos y sosegados, un libertino o bien solo o entre dos piadosos.
La Salle, Conducta de las escuelas cristianas, citado en : Foucault, 1995.


La locación o disposición espacial definía dentro de la clase categorías a las que los alumnos quedaban fijados. Mientras que en Comenio el grupo era aún una masa indefinida, la locación lasalleana consiguió que el espacio se volviera “serial”: un lugar para cada uno, una persona por lugar, permanencia de la distribución; todo constituía una serie que sólo tenía sentido como conjunto con un orden particular.
La “masa” de alumnos se volvió analítica, con componentes que podían aislarse. A partir de este sistema, y pese a contar hasta con 100 alumnos por clase, el docente sabía dónde estaba ubicado cada uno, y por qué. Esto le proporcionó un mejor panorama para controlar la situación de la clase, con intercambios más previsibles y estandarizados: el alumno A podía hablar con B, C o D, y si todo fluía como estaba previsto, el  docente obtenía una zona “libre” de preocupaciones y podía concentrarse en las zonas “difíciles”.
Observemos también que las categorías de la distribución provenían del sentido práctico (los alumnos eran organizados por su nivel de progreso o lecciones) o moral (estaban localizados según su libertinaje, sosiego, sensatez, frivolidad y disipación). Estas categorías son distintas del mérito-obediencia, criterio utilizado por los jesuitas.
La ventaja de la propuesta de La Salle residía no sólo en que contemplaba aspectos prácticos, sino en que, produciendo un pastorado equilibrado entre el método global y la individualización, atendía las diversas demandas que planteaba una sociedad con escasa movilidad social, con estratos definidos y no cambiables, donde importaba la obediencia como grupo o como estrato, el refuerzo de la moralización y la disciplina masiva.
Cuando hablamos de disciplina, no nos referimos sólo al castigo corporal. Con respecto a este último, el mundo escolar siempre fue muy creativo a la hora de castigar el cuerpo: arrodillarse sobre granos de maíz, soportar durante horas el estómago lleno de agua, pararse durante horas con los brazos en cruz, la regla que golpeaba los dedos, el tirón de orejas, el tirón de pelo. Sin embargo, La Salle – y antes que él, los jesuitas – habían formulado claramente que lo que hay que castigar es el alma, lo que hemos llamado aquí buena-mala “conciencia”.
Con la palabra castigo debe comprenderse todo lo que es capaz de hacer sentir a los niños la falta que han cometido, todo lo que es capaz de humillarlos, de causarles una confusión (…) cierta frialdad, cierta indiferencia, una pregunta, una humillación, una destitución de puesto. La Salle, Conducta en las escuelas cristianas, citado en : Foucault, 1995.


Esta disciplina se aplicaba tanto a los alumnos como al cuerpo docente. Recuérdese que en la Conducta de las escuelas cristianas se incluyó una tercera parte sobre la inspección y la formación de docentes. El maestro es “objeto de otras miradas (las del director), quien a su vez podrá estar directamente controlado por un inspector (el que no deja de observar, además, a maestros y alumnos).
(…) Se instituye así una cadena de vigilancia en la que sus eslabones permanecen unidos en virtud del control que ejercen unos sobre otros. Se instalan así en las instituciones educacionales relaciones de poder sustentadas en la capacidad de mirar y juzgar (…) (Narodowski, 1995).
  Así, el aula se encuentra penetrada por disciplinas. Con este nombre Foucault   conceptualiza técnicas que se aplican al cuerpo para domesticarlo y, a través de él, lograr efectos en las almas (Foucault, 1995).
  Ser observado, sentarse en determinado lugar y permanecer quieto, las instrucciones para sentarse “correctamente”, la insistencia en escribir con la mano derecha, la orientación de la cabeza hacia adelante que favorece la curiosa “comunicación” entre cara y nuca, son técnicas aplicadas al cuerpo – no necesariamente castigos – que,  con el correr del tiempo, se internalizan, se vuelven “naturales” y “correctas” para nuestro sentido común. Estas técnicas, a su vez, producen saberes que influyen en la manera en que percibimos la realidad social y humana: la economía, la lingüística, la historia, la biología, la medicina. La hipótesis central de Foucault con respecto a estas “disciplinas” distintas del castigo es que se fueron desarrollando en diversas instituciones – cuarteles, hospitales, escuelas, internados, más tarde en las fábricas – y empezaron a dominar la vida cotidiana de la gente.
Estas disciplinas se desarrollaron dentro de un Estado absolutista, forma dominante del gobierno político en ese entonces. El absolutismo es una “forma de gobierno en la que el soberano es el poseedor ilimitado de la competencia de legislar y de cumplimiento de la legislación. Es un poder que está dispensado de las leyes” (Zentner, 1990). Durante el siglo XVIII, y debido a cambios culturales, económicos y políticos, se convirtió en absolutismo o despotismo ilustrado.

¿Cuál es el resultado de este desarrollo de la pedagogía de la escuela elemental en las condiciones de la confesionalización y de la formación de los estados absolutistas? El pastorado como principio de conducción se integra cada vez más a la vida de las masas a través de una nueva forma institucional: la escuela elemental.
La presencia del decurión aseguraba que la autoridad fuera una individualización “cercana”, un individuo que era la continuación de los ojos de la autoridad “verdadera” u originaria, que es la figura del maestro. Por otra parte, el sistema jesuita introdujo otras novedades. Por ejemplo, los jesuitas fueron los primeros en emplear las tan discutidas notas escolares. En un esquema donde se instalaba la competencia de los sujetos individualizados en la vida cotidiana, las notas fueron un incentivo para competir. Como afirma Foucault, la forma pedagógica del aula jesuita ha sido “la guerra y la rivalidad” (Foucault, 1995). En el artículo 31 de las reglas de la Ratio Studiorum para los profesores de las clases inferiores se dispone:
(…) generalmente, la concertación se organiza de manera tal que o el profesor pregunta y los émulos mejoran las respuestas o que los émulos se interrogan mutuamente. Esto es para tener en alta consideración y debe hacerse tan frecuentemente como el tiempo disponible lo permita para que se promueva una competencia respetable, esa poderosa palanca del esfuerzo y la diligencia.

También Durkheim vio en la introducción de la competencia entre alumnos un factor del éxito de las escuelas jesuitas dentro de su estrategia de “continua envoltura” de los alumnos. Los alumnos, de acuerdo con su mérito, se agruparían en “remínimos, mínimos, menores, medianos y mayores”. Estas categorías organizaban además la ubicación de cada grupo en el aula.
Sin duda, el método jesuita estaba pensado para contenidos que iban más allá del enseñar a leer, a escribir y a calcular. ¿Qué tipo de población escolar recibían y procuraban los jesuitas? Como para entrar a sus colegios era requisito tener conocimientos rudimentarios de latín, muchos alumnos habían ido ya a maestros particulares. Por eso, el alumno de la primera clase de la escuela jesuita tenía diferentes preparaciones, y en consecuencia el docente podía elegir a sus “colaboradores” o decuriones entre los más avanzados. Esta situación no era la misma en la naciente escuela elemental de masas. La enseñanza elemental tenía, al respecto, otras demandas.

El triunfo del aspecto grupal en el aula: el método global a la conquista de la escuela elemental:
A fines del siglo XVII apareció dentro del mundo católico otra iniciativa, ésta sí orientada a la educación elemental y de gran éxito: la fundación de escuelas para pobres por parte del cura francés Juan Bautista de La Salle (1651-1719). Si bien La Salle había participado en diversos emprendimientos educativos con religiosos, hacia 1780 organizó una comunidad llamada “hermanos de las escuelas cristianas”, que se encargó de abrir escuelas y casas para niños pobres a partir de donaciones de los ricos o de ayuda de los municipios.
Su empresa alcanzó un éxito importante, dado que las comunas le otorgaron apoyo financiero y la red de “escuelas libres” se expandió de modo considerable. Asimismo La Salle creó un sistema para alentar a las familias a mandar a sus hijos a las escuelas: sólo aquellas familias cuyos hijos asistían regularmente a la escuela recibían limosna de la fundación.
Es necesario recordar que grandes capas de la población, sobre todo en los ámbitos rurales, se opusieron hasta muy avanzada el siglo XIX  a la escolarización de sus hijos, ya que éstos seguían constituyendo aportes importantes al trabajo familiar. Además, aunque no sea el caso de las escuelas lasalleanas, en muchas instituciones el arancel escolar no favorecía la tendencia a la escolarización. Este tipo de establecimientos centrados en la atención a pobres y huérfanos también se expandió en Inglaterra, a partir de la fundación en 1698 de la “Sociedad para la promoción del conocimiento cristiano”, que sostuvo numerosas escuelas de caridad por todo el reino (Sanderson, 1995).
La Salle escribió un Manual para los maestros de su orden que pronto se convirtió en texto ordenador de la pedagogía elemental. La Conducta de las escuelas cristianas, que empezó a redactar en 1695 y terminó publicándose en 1720, un año después de su muerte, contenía tres partes: la primera detallaba todo lo que se debía hacer desde la apertura hasta la hora de cierre de las escuelas; la segunda, los medios necesarios y útiles para mantener el orden en la clase;  y la tercera planteaba criterios para la inspección de las escuelas y la formación de maestros. Este Manual se hizo más necesario a medida que la orden (convertida en congregación en 1725) creció y se incorporaron más maestros a la tarea de enseñar a los niños pobres.
Hacia 1790 la congregación se repartía en 108 ciudades y pueblos, y educaba a casi 35.000 niños, en escuelas que recibían entre 100 y 300 alumnos cada una (Hamilton, 1989).
La innovación que Juan Bautista de La Salle produjo con respecto a las escuelas de caridad anteriores fue la de maximizar la relación entre un maestro y su grupo de alumnos: “seste método simultáneo de lectura implica que cada niño tenga su libro y que todos los libros sean iguales, lo cual acontece entonces por vez primera” (Querrien, 1979).
Esto es, La Salle adoptó el método global para sus escuelas, pero mantuvo la visión moralizadora y de conversión de las escuelas jesuitas. Desarrolló lo que se ha denominado una pedagogía del detalle, donde cada pequeña acción, cada asunto al parecer insignificante fue reglamentado, atendido e influido por el docente. “La minucia de los reglamentos, la mirada puntillosa de las inspecciones, la sujeción a control de las menores partículas de la vida y del cuerpo” eran características de esta estrategia (Foucault, 1995).
La comunicación entre el docente y los alumnos se volvió mucho más ritualizada y no verbal: por ejemplo, los rezos se iniciaban cuando el maestro golpeaba sus palmas, la recitación del catecismo empezaba ante la señal de la cruz hecha por él, y las lecciones se organizaban como una especie de orquesta, al tocar el maestro un instrumento sonoro de metal llamado “señal” para indicar la intervención de cada alumno (Hamilton, 1989).
En esta constelación, el silencio pasó a ser un factor determinante en el aula, por un lado porque permitía la detección de conductas transgresoras por parte de los alumnos, y por otro, porque daba el monopolio del control sobre quién habla al maestro y sobre qué asunto (Narodowski, 1995).

Una de las mayores innovaciones introducidas por el método lasalleano fue la adopción de la lengua materna como primera lengua de enseñanza que aparecía como más eficaz que el latín para enseñar la religión y las primeras letras. Dijo La Salle en una memoria: “la lengua francesa, siendo la natural, es sin comparación, mucho más fácil de aprender que la latina por niños que escuchan la una y no escuchan la otra. En consecuencia, hace falta mucho menos tiempo para enseñar a leer en francés que a leer en latín. La lectura del francés dispone a la lectura en latín, por el contrario, la lectura en latín no dispone a la francesa, como lo muestra la experiencia” (citado en: Chartier y otros, 1976).
Es decir, también al decurión se lo pone a prueba, de manera individual, igual que al resto de los alumnos. Esta forma de la interrogación individual equivale a lo que en nuestra cultura pedagógica es “pasar a dar lección”. Nombre curioso, ya que se supone que la lección es un discurso continuado, mientras que la lección escolar que conocemos está mucho más cercana a un interrogatorio (¿una forma de confesión?) que a la presentación sostenida y continua de un tema.
     Además de la participación de los decuriones, en el aula jesuita también existía la lección como acción ejercida por el docente. En el artículo 27 de las reglas para profesores de las clases inferiores se consigna su estructura: primero se lee en voz alta un segmento de un texto, “luego se explica muy brevemente el contenido y, si es necesario, la relación con lo visto anteriormente”. Luego, se explican las oraciones oscuras, “se relacionan una cosa con la otra y se aclara el sentido, pero justamente no a través de una real explicación del sentido por medio de oraciones más claras” (Ratio Studiorum, 1887).
     Sin embargo, la lección era sólo un momento minoritario de la jornada escolar. Los jesuitas se preocuparon más por la continua actividad en la clase y por la personalización del contacto. Veamos las reglas para el profesor de humanidades:
  
      La división del tiempo es la siguiente: en la primera hora de la mañana los decuriones deben escuchar aquello que se ha aprendido de memoria de Cicerón y de la métrica; el docente corrige mientras tanto los trabajos escritos recolectados por los decuriones, mientras los escolares hacen ciertos ejercicios que el docente determina; por último algunos escolares deben decir lo aprendido de memoria delante de la clase y las notas tomadas por los decuriones deben ser controladas por el docente.
                                                                                                         

El aula jesuita es, básicamente, un aula de individuos. La unidad a la que se dirige el docente es un alumno, sea este alumno “raso” o decurión. Lo importante es que en ese interrogatorio o repetición el docente jesuita trabaja básicamente contenidos memorísticos que deben ser reproducidos en su presencia. Aquí aparece con gran elocuencia el carácter casi obligatorio del pastorado: la “salvación” del alumno implica aprender un texto concreto, que debe ser memorizado y estar a disposición en la memoria en cualquier momento en que el docente lo pida.
El alumno que repite su texto delante del docente jesuita confiesa de alguna manera su pecado y lo expurga, aceptando la dirección, el texto y el ritmo que el docente realiza. Al respecto, pueden señalarse analogías entre la lección-interrogatorio jesuita y los “ejercicios” que su fundador San Ignacio de Loyola, había escrito para purgar los pecados del alma. Los “ejercicios” de purificación eran pequeños martirios que los fieles infligían a sus cuerpos para “purificar” el alma. El alumno jesuita, mientras repite sus frases en la lengua oficial de estas escuelas, el latín, aprende que la obediencia es virtud; lo importante no es solamente el texto corto de Cicerón que hay que memorizar, sino la mecánica de que existen un orden determinado y un rol designado para cada uno.
Si bien esta idea está en la base de cada situación de aula y también la encontramos en las prescripciones de Comenio, la particularidad del jesuita es que el alumno responde y obedece como individuo. En Comenio, el momento de la obediencia es básicamente un momento colectivo, donde todos a la vez escuchan lo mismo, preparado de manera tal que produzca efectos similares en todas las cabezas.
Otra diferencia es que en el caso de los jesuitas, el sistema de vigilancia sobre la obediencia está mucho más desarrollado y organizado. Cada alumno debía confesarse al menos una vez por mes, siempre con el mismo confesor, que así llevaba la lista de sus confidentes. Como lo ponen de manifiesto estas recomendaciones a los docentes de la orden del padre Jouvency en el siglo XVII, a partir de este conocimiento íntimo, nada está librado al azar, ni el sermón de la misa o la clase, ni el libro que el maestro lleva bajo el brazo en los encuentros “casuales” con los alumnos.
Será bueno hablar con frecuencia con los alumnos que parecen más relajados en su conducta y que están expuestos quizás a vicios más graves (…), leyendo como por azar, o recomendándoles un libro de piedad que se lleve en la mano; recitando un cuento (…), haciéndoles comprender lo vergonzoso que es mentir, engañar, jurar, pronunciar palabras obscenas e impías, criticar (…); en todas las circunstancias elegirá hábilmente y provocará incluso de lejos la ocasión de aprenderles a conducirles hacia Dios (…). Dará a cada alumno libritos de piedad y recompensará a los más diligentes en leerlos. Luego les preguntará si los han leído (…), pero todo ello con dulzura, ya que nada es más enemigo de la virtud que la violencia.
En el caso de los jesuitas, entonces, se observa que la individualización de la educación es una individualización del momento de obediencia. No es la individualización de la pedagogía contemporánea, ligada al desarrollo de las capacidades y gustos del niño, sino una individualización que es una forma de llegar o convocar a cada alumno en el momento de obedecer. Como señala Durkheim, un principio de los jesuitas era que “no puede haber una buena educación sin un contacto al mismo tiempo continuo y personal entre el alumno y el educador, y ello con un doble objetivo. Primero, porque el alumno no debe quedar nunca abandonado a sí mismo. Para formarle, hay que someterle a una acción que no conozca ni eclipses ni desfallecimientos: porque el espíritu del mal siempre vela. Por eso, el alumno de los jesuitas no estaba nunca solo”.
¿Es posible estar solo en el aula de Comenio? Probablemente. En todo caso, en aquél, como en otros escenarios pedagógicos, un docente puede hablar  y los alumnos pensar en cualquier otra cosa mientras parecen prestar atención. Frente a esta posibilidad, los jesuitas  formularon un sistema didáctico que redujera al mínimo esta posibilidad y que garantizara que cada persona obedeciera y trabajara sobre su conciencia cumpliendo con las consignas dadas.
Singulatim o el costado individualizante del aula: el método de los jesuitas:

     Si bien Comenio se basó en cómo la centralidad de la prédica podía ser trasladada a las      formas de comunicación del aula, existió también una pedagogía que acentuó la otra cara del poder pastoral, la atención a cada individuo (Singulatim). La escolarización fue una tarea predilecta de los jesuitas, quienes sin embargo imaginaron en su pedagogía un aula diferente a la planteada por Comenio.
     La pedagogía jesuita está corporizada en el reglamento de estudios válido para todas las escuelas de la orden en el mundo: la Ratio Studiorum. Ésta fue elaborada a lo largo de varias décadas, en consulta con las diversas organizaciones de la orden y sobre la base de las experiencias que se iban ganando en el terreno escolar.
     Por último, la primera versión definitiva fue sancionada en 1599 y mantuvo su vigencia hasta 1832, cuando fue levemente modificada. Todas las obras de pedagogía jesuita se dedicaron a comentar, introducir, ejemplificar y matizar la Ratio Studiorum, por lo cual asumió el carácter de texto pedagógico fundador dentro de la orden.
    Los jesuitas hicieron gran hincapié en las relaciones entre la enseñanza, el gobierno y la prédica. Los jesuitas abrían a sus hermanos otra posibilidad que era la carrera escolar. Ésta era para aquellos que podían predicar  y gobernar. Los jesuitas fueron probablemente la primera orden que se dedicó a formar un cuerpo letrado, que ocupó posiciones no sólo enseñando a otras generaciones como parte de la orden, sino dentro de la creciente burocracia del Estado (Varela, 1983).
El aula jesuita era un espacio claramente recortado de la vida diaria, donde sólo se hablaba latín y se enseñaban contenidos literarios clásicos. El latín, el griego y la religión eran el centro del curriculum. Dentro de la estrategia del poder pastoral, la pedagogía jesuita puso de relieve la cuestión de la atención individual, probablemente derivada de la tradición de la práctica católica de la confesión y absolución, que fuera tan criticada por los reformadores protestantes.
Uno de los obstáculos para ello era que el aula jesuita era numerosa (se calcula que en el espacio pedagógico convivían entre 200 y 300 alumnos). Los jesuitas se esforzaron por idear un método que conservara tanto la individualización como la educación masiva. Para ello crearon la figura del decurión: al alumno más avispado o más avanzado, capaz de controlar a otros individualmente en su proceso de aprendizaje, se lo distinguía del resto y se lo nombraba ayudante del docente. Dice al respecto la Ratio Studiorum:
Los decuriones deben ser elegidos por el docente. Los mismos deben escuchar aquello que se ha aprendido de memoria, deben recolectar los escritos para el docente, deben anotar en un cuaderno cuántas veces la memoria se detiene, quién no ha hecho el trabajo escrito o quién no ha traído los materiales; también deben realizar otras cosas, i es que el docente lo desea. (Ratio Studiorum, 1887).

Los decuriones fueron una creación de la pedagogía jesuita que determinaba gran parte de la vida cotidiana del aula. En las reglas para los profesores de las clases inferiores, art. 19, se lee:
Los escolares deben repetir a los decuriones aquello que ha sido dado para memorizar. (…) Pero los decuriones mismos deben repetirlo ante el decurión superior o ante el docente mismo. El docente debe escuchar la repetición de algunos alumnos, como por ejemplo de los más lentos y de los que llegan tarde para poder comprobar la confiabilidad de los decuriones y para mantener el esmero de todos los alumnos.