PSICOLOGÍA EDUCACIONAL
miércoles, 29 de abril de 2015
domingo, 29 de junio de 2014
EXORDIO:
LA PEDAGOGÍA Y SUS METÁFORAS
Tal como manifestaba
Comenio: el docente tiene que actuar como la naturaleza; su
acción de enseñar a todos los alumnos al mismo tiempo se parece a
la actividad del sol, que calienta a todos los objetos a la vez. También
Comenio decía que el docente en el aula es como el arquitecto que
comienza la casa por los cimientos; de modo que el docente tiene que empezar
por ese cimiento específico que es la disciplina de los niños.
El mismo proceso de ver
algo bajo la lupa de otro término se encuentra en la discusión que planteamos
sobre el poder pastoral, esto es, si a los alumnos se los ve como a un ejército
o como a un rebaño. Para definir una cosa usamos otras. Esto lo hacemos todos
los días: podríamos decir que el/la directora/a de la escuela es como un
presidente, o como un rey. En ambos casos las comparaciones nos dicen algo,
pero en cada uno nos están diciendo algo distinto. Si se dice que el/la
director/a de la escuela es como un presidente, la idea es que, si bien dirige
el conjunto de la escuela, su poder no es ilimitado. Si se dice que el/la
directora/a es como un rey, probablemente eso nos evoca otras cosas: cierto
despotismo, caprichos, un poder que parece no reglamentado.
Entonces, estas comparaciones no son inocentes ni neutrales: evocar
otros significados implica resaltar relaciones y conexiones que pueden no ser
evidentes para los otros, y que queremos que lo sean. Estas afirmaciones no
inocentes se han denominado en la retórica “metáforas” y se las conoce desde la
Antigûedad, cuando fueron ya planteados por Aristóteles en su Poética. Desde
ese entonces, la metáfora se define como “la sustitución de un término por
otro” (Innes, 1997). Por ejemplo, puede decirse que la lección que toma un
profesor de Historia sobre los datos de
las guerras de independencia es como el programa “Domingos para la juventud”.
Si yo elijo definir esa lección como “Domingos para la juventud” y no como “una
forma de preguntas y respuestas que no ayudan a los chicos a construir sentidos
acerca de la historia”, estoy definiendo la misma lección con dos metáforas
diferentes.
Y cada metáfora
construye diversos puntos de vista, arma recorridos distintos. La primera
señala quizás el ritual escolar: esas fechas que se saben un par de días y
después caen en el olvido parcial o total. La segunda apunta en dirección a la
no contribución de esa lección a la actividad
de aprender en un sentido más estricto. Mientras que la primera metáfora
señala ante todo la cultura escolar, las reglas de la lección en sí mismas, la
segunda se refiere primariamente a las
operaciones de conocimiento ligadas a esta situación, la repetición memorística
para ganar un juego. Esto es, elegir una metáfora para describir un objeto
específico no es una acción inocente; marca una dirección y le da a la
definición un matiz específico. El lenguaje, en este sentido, no refleja la
realidad, sino que produce sentidos, crea la realidad social.
Las metáforas son
centrales para poder desenvolverse en situaciones sociales. Por ejemplo, cuando
uno pregunta: “¿tenés hora?” y el otro contesta solamente: “si”, la respuesta
es correcta desde el punto de vista estricto de la pregunta. Pero desde el
punto de vista de cómo nos comunicamos, lo “correcto” es responderle: “Dos
menos cuarto”. Esto es, nosotros usamos todos los días metáforas para vivir.
Cada cultura ha
desarrollado sistemas de metáforas diferentes. Lakoff y Johnson, dos
investigadores estadounidenses, han expuesto todas las metáforas que existen en
la cultura norteamericana alrededor de la idea de que “el tiempo es dinero”.
Otro ejemplo puede ser la comparación de las distintas formas de insultar que
existen en diversas lenguas y culturas: es muy interesante comprobar cómo en
algunas culturas predomina el componente sexual, y en otras, el componente
animal o de la cultura campesina, aun cuando no haya ahora muchos campesinos.
Las metáforas nos hablan de la imaginación
de las culturas. Las personas que viven dentro de esas
culturas sienten que hay cosas que están
bien y otras que están mal, y también, a veces, formulan cómo deberían ser las
cosas de esa sociedad. En todo este proceso de la imaginación, de lo deseado,
las metáforas desempeñan un rol muy importante ( Lakoff y Johnson, 1988).
Volviendo al caso de
Comenio, si el docente es “el sol”, los niños son puestos, en esa comparación,
en el lugar del “árbol” y de los “animales”. Esta metáfora ayuda a Comenio a
justificar su afirmación de que el principio activo del aula – siguiendo la
imagen del sol – sólo puede ser el maestro.
La diferencia abismal
entre el sol y el árbol o entre el sol y el animal se lleva muy bien con el
prejuicio de que el abismo entre docente y alumno en el aula puede compararse
con los conceptos de actividad-pasividad o con la idea que tienen muchas
personas – entre ellas, algunos docentes- de que los niños cuando llegan a la
escuela “no saben nada de nada”, y ponen al docente como un sol que “iluminará”
al niño, como si éste hubiera vivido en el desconocimiento-oscuridad todos los
años anteriores a la escolaridad. Esto es, definiendo un segundo aspecto, puede
decirse que las metáforas no sólo no son inocentes, sino que pueden analizarse
como estrategias para formular algunas ideas que muchas veces
permanecen indiscutidas.
¿Es el alumno
impensable sin el docente? ¿Aprender es lo mismo que “ser enseñado”, como esta
metáfora propone a través de la figura pasiva del niño? ¿Es el tipo de
dependencia del animal y del árbol con respecto al sol el mismo tipo de
dependencia del alumno con respecto al docente? Todas estas ideas no dichas se
cruzan en la formulación de Comenio.
Entonces, cuando
analizamos la metáfora de Comenio, no sabemos muy bien si describía realmente
la relación entre docente y alumno en su tiempo, pero sí sabemos que,
probablemente de manera inconsciente y permeada por su cultura, nos dice más sobre su estrategia en relación con el aula que con respecto
al aula misma como objeto “real”. Analizar metáforas, entonces, es
verlas fundamentalmente como síntomas o emergentes de estrategias, de
propósitos del que las dice. Precisamente porque la metáfora no es inocente,
nos muestra la “no-inocencia” del que la pronuncia y nos da pistas para poder
comprender adonde quiere ir.
Con esto queremos
indicarle una perspectiva importante a la hora de analizar la escuela, el aula
y la pedagogía: las metáforas no son “adornos” que se ponen para decir “lo
mismo” con otras palabras. Hemos visto que usar una metáfora u otra no es decir
“lo mismo”, sino que lo que aparece como “mismo” es el docente: el docente es un sol, el docente es un guía. Pero este
“mismo” no es independiente de la forma en que nos referimos a él: cuando
Comenio les dice a los docentes qué es lo que tienen que hacer, lo deduce de
las metáforas, no de una supuesta cualidad universal del maestro. Por eso
dijimos antes que el lenguaje crea la realidad social, produce maneras de
comprender el mundo. La metáfora, entonces, es algo decisivo a la hora de
definir las cosas.
Las metáforas pueblan nuestro lenguaje
cotidiano y también el lenguaje especializado. La mayoría de
las veces, al hablar usamos metáforas de las que generalmente no somos
conscientes. Cuando hablamos de la teoría, por ejemplo, podemos decir que es como
un edificio que tiene sus fundamentos, que debe ser construida, que necesita
ser desmantelada, o también desconstruida. Cuando hablamos del aprendizaje,
decimos que es también una construcción o una estructura. En todos los casos,
el uso de ciertas metáforas crea relaciones de similitud con algunos fenómenos
y no con otros, nombra y define de manera que también excluye otras
posibilidades.
Otra metáfora de un
pedagogo inglés es la siguiente: este educador usaba la metáfora de la
jardinería y del crecimiento natural para referirse al proceso de
enseñanza-aprendizaje. Decía: (…) Las mentes de los niños, y aun las de los
adultos, pueden ser con justicia comparadas con un jardín, que, si no es
atendido, pronto va a estar invadido por dañinos yuyos, que van a enraizarse
tan profundamente que van a sofocar todo buen pensamiento y afecto, y aun a la
conciencia misma” (Wilderspin, 1824). El deber del maestro-jardinero es regar
las plantas, cuidar y atender sus necesidades especiales, limpiarlas de los
yuyos malignos, hasta que florezcan por sí mismas. Nótese que el contenido
conservador del enunciado: el jardinero puede ayudar a que la planta crezca,
pero no puede modificar el potencial inherente o innato de cada planta de
desarrollarse en su propia dirección.
En este sentido,
queremos enfatizar que las metáforas tienen consecuencias, definen un universo
de cualidades y de acciones posibles, tanto como en el caso del maestro-sol. En
este sentido, participan centralmente de la construcción de nuestra
subjetividad, por ejemplo, dándonos formas de nombrar nuestra actividad docente
que determinan cómo vamos a procesar nuestras experiencias en el aula. Ahora,
pensemos la escuela según estas metáforas:
1.
Como una empresa: Si se ve a la escuela
como una empresa, se puede decir que las inversiones tienen que estar en
relación con las ganancias esperadas, se puede pensar en que la escuela debe
ofrecer “garantías” de sus productos, como lo hacen las empresas, y por ello
armar un sistema de medición de aprendizajes que fije de algún modo los
parámetros de la garantía. El director pasa a ser un gestor, casi un ejecutivo
de lo escolar, que tiene que buscar sponsors, hacer propaganda de la escuela,
trazar una estrategia, entre otras cosas.
Asimismo,
en una empresa se despide a los trabajadores cuando no hay trabajo, y una
escuela con 20 alumnos en un lugar apartado de una provincia (si se considera a
la educación únicamente como una empresa que debe ser rentable) puede ser
borrada del organigrama, ya que no habría suficiente trabajo ni se “produciría”
una cantidad significativa de alumnos escolarizados.
2.
Como una familia:
Si se ve a la escuela como una familia, es posible que las maestras – ya que la
mayoría de los docentes son, en estos tiempos, mujeres – se sientan “madres”.
Ser “madre”, ser “segunda madre” en el “segundo hogar”, son expresiones
metafóricas que nos informan que la persona que las usa piensa en la escuela
como en una familia. En una familia hay, quizás, una división del trabajo:
alguien saca la basura, alguien pone la mesa, alguien corta el césped. Por otro
lado, en la familia privan las relaciones afectivas y las reglas suelen ser más
flexibles que en otras organizaciones sociales. ¿Se trasladan estas
características a la escuela? ¿Existen en una escuela relaciones de “herencia”,
como en una familia? ¿El poder y las facultades de un docente son comparables a
las de un padre o a las de una persona que tiene la patria potestad? ¿Qué pasa
con la calidad de trabajador de la maestra cuando se la considera una “segunda
mamá”?.
3.
Como agente del progreso: La escuela aparece
como el medio para combatir la “oscuridad” de la ignorancia, como un lugar
donde la luz del conocimiento (una persona inteligente, se dice, tiene “muchas
luces”) se expande a expensas de la oscuridad. En esta visión, la escuela puede
verse también como un bastión contra una sociedad cada vez más “brutal”, o como
un centro donde la razón gobierna y se desarrolla. Pero ¿está la escuela al
tanto y participa de muchas investigaciones científicas, de la política y de
los cambios de las maneras de relacionarse entre jóvenes y adultos que tienen
lugar en la sociedad no-escolar? ¿Son siempre las sociedades más escolarizadas
las que más han progresado?
4.
Como templo del saber:
Esta metáfora está vinculada a la anterior pero contiene elementos religiosos,
aunque sin una presencia divina. Se dice que la docencia es un “apostolado”
(¿será el destino de los docentes, entonces, ser comidos por los leones en los
anfiteatros, como los apóstoles cristianos?). También se oye que la escuela es
un “templo”, y por ello hay reglas especiales: así como los fieles se persignan
al entrar a la iglesia o se lavan los pies antes de entrar a la mezquita, en
las escuelas hay saludos “poco naturales”: ponerse de pie, formar fila, tratar
de manera diferente al inspector o al director. Observe, por ejemplo, el
siguiente párrafo acerca de los maestros que fuman en clase, escrito en 1884:
“Mucho se ha dicho y escrito en Pedagogía considerando a la escuela como un
templo y al maestro como un sacerdote; en consecuencia, si el mayor respeto se
guardaba en la casa de Dios, también debía observarse en aquella en que la
juventud se forma. El maestro que fuma en clase empieza por profanar el sagrado
recinto en que se encuentra, faltando al respeto que debe a sus alumnos, y
concluye abriéndoles el camino de la imitación y el deseo, porque los niños son
imitativos y copian con facilidad todo aquello que ven ejecutar a los mayores,
y especialmente al maestro, a quien tienen como modelo diario” (“El maestro que
fuma en clase”. En: Revista de Educación).
Estas
metáforas se usaron y se usan para referirse a la educación, y pueden ser
revisadas con la pedagogía normalizadora. Su uso fue cambiando a través del
tiempo, aunque puede decirse que la metáfora de la empresa y la del agente del
progreso siguen teniendo amplia vigencia, así
como la de que la escuela es como una familia. Estos cambios en los
regímenes metafóricos hacen referencia a cambios más generales del lugar de la
escuela en la sociedad y de los discursos que la sociedad acepta. Por ejemplo,
la idea de la escuela como empresa no era común hace sesenta años en la
Argentina (sí en los Estados Unidos), pero hoy es una de las que más se
escuchan en el lenguaje de los políticos y administradores del sistema.
Esto
es, si un tipo de metáfora se vuelve más importante en una
cultura, nos habla de lo que está pasando en ella. Si la escuela se
ve como un templo del saber, habrá que reforzar todas las formas más o menos
solemnes de la cultura escolar; si se la considera como una familia, habrá que
ver si la autoridad del docente puede ser igual a la de los padres; de ahí que
algunos padres “den permiso” a los maestros para castigar corporalmente a los niños, ya que para ellos la escuela no
debe ser diferente de las pautas familiares. Entonces, pensar la escuela a
través de ciertas metáforas es determinar lo que uno cree que debe hacerse con
ella.
Las
metáforas que usamos y que nos parecen apropiadas contienen toda una serie de
posibles consecuencias sobre el futuro de nuestras escuelas. La pedagogía como un saber específico, con su historia, sus
vinculaciones, sus efectos directos o indirectos, también puede pensarse a
partir de las metáforas que organizaron sus discursos.
Es
fundamental poder ver que las metáforas nos dicen algo, que nos indican mucho
más de lo que suponen. Por eso, como docentes, es central ver quién usa qué
metáforas, qué cosas nos ayuda a pensar una metáfora y qué cosas nos está
ocultando. Así como en la vida cotidiana, también están en la escuela, y así
como “cortar” una relación parecería indicar que uno corta un cable que lo une
al otro, las metáforas pedagógicas del aprendizaje como “apropiación”, del
docente como “gestor del aula”, también nos informan mucho acerca del panorama
pedagógico y de las fuerzas educativas en donde actuamos.
domingo, 25 de mayo de 2014
Si bien hemos visto que
algunas pedagogías, como la de Comenio, acentuaban el momento grupal del
pastorado, otras, como la jesuita, practicaban la relación individual como
forma de conducción. La estructura del aula y la organización de las
interacciones desarrolladas a partir de estos principios fueron, por lo tanto,
diferentes.
Sin embargo, La Salle produjo una síntesis en la cual la obediencia grupal y la
individual se combinaban, no haciendo una mezcla de métodos, sino dándole la
primacía al método global y, por lo tanto, al grupo como interlocutor. La Salle
optó por una forma de conducción que aceptaba que la obediencia grupal era lo
decisivo. En ella, una desobediencia individual no producía catástrofes, podía
ser corregida, pero una desobediencia grupal se consideraba grave.
En una sociedad que
comienza a moverse hacia la masificación, veremos qué fuerza adquirirá esta
forma de conducción basada en el grupo escolar cuando las sociedades comiencen
a cambiar radicalmente sus principios de funcionamiento a fines del siglo
XVIII.
A
partir de este momento, la mayor parte de las experiencias escolares
elementales se realizaron en las lenguas maternas, devenidas lenguas nacionales
en muchos estados; y el latín pasó a ser un contenido de la educación superior.
La Salle también adoptó varias de las formas
disciplinarias individualizadoras de los jesuitas, extendiéndolas al punto de
ejercer una “vigilancia constante sobre el cuerpo infantil” y sobre el cuerpo
docente (Narodowski, 1995).
En
la Conducta de las escuelas cristianas
se estipulaba, por ejemplo, que “los escolares deben estar siempre sentados,
leyendo incluso la tabla del alfabeto y
las sílabas, tener el cuerpo derecho y los pies en la tierra y bien plantados.
Cuando se leen las sílabas deben tener los brazos cruzados y cuando leen los
libros deben tener su libro con las dos manos (…) con su mirada hacia adelante,
un poco inclinado hacia donde está el maestro” (citado en : Chartier y otros,
1976).
El mérito de La Salle fue percibir que el pastorado necesitaba el
momento colectivo tanto como el individual. A diferencia
de Comenio, que descuidaba el
aspecto de control individualizador por parte del maestro y lo delegaba en los
decuriones, La Salle adoptó algunas de las tácticas de gobierno del aula de los
jesuitas. La más visible es la ubicación espacial de los alumnos o locación,
principio que determinaba en qué lugar debían sentarse los niños
en la clase de acuerdo con su mérito,
notas y progresos. La
locación era un arma de los jesuitas para mantener continuamente la competencia
entre los alumnos. La intervención de La Salle adopta el
principio de que la locación es
una decisión de la autoridad. Sin embargo, el
docente no puede actuar libremente:
(…)
habrá en todas las clases lugares asignados para todos los escolares de todas
las lecciones, de suerte que todos los de la misma lección estén colocados en
un mismo lugar y siempre fijo. Los escolares de las lecciones más adelantadas
estarán sentados en los bancos más cercanos al muro, y los otros a continuación
según el orden de las lecciones, avanzando hacia el centro de la clase (…).
Cada uno de los alumnos tendrá su lugar determinado y ninguno abandonará ni
cambiará el suyo sino por orden y con el consentimiento del inspector de las
escuelas. Habrá de hacer de modo que aquellos cuyos padres son descuidados y
tienen parásitos estén separados de los que van limpios y no los tienen; que un
escolar frívolo y disipado esté entre dos sensatos y sosegados, un libertino o
bien solo o entre dos piadosos.
La
Salle, Conducta de las escuelas cristianas, citado en : Foucault, 1995.
La
locación o disposición espacial definía dentro de la clase categorías a las que
los alumnos quedaban fijados. Mientras que en Comenio el grupo era aún una masa
indefinida, la locación lasalleana consiguió que el espacio se volviera
“serial”: un lugar para cada uno, una persona por lugar, permanencia de la
distribución; todo constituía una serie que sólo tenía sentido como conjunto
con un orden particular.
La
“masa” de alumnos se volvió analítica, con componentes que podían aislarse. A
partir de este sistema, y pese a contar hasta con 100 alumnos por clase, el
docente sabía dónde estaba ubicado cada uno, y por qué. Esto le proporcionó un
mejor panorama para controlar la situación de la clase, con intercambios más
previsibles y estandarizados: el alumno A podía hablar con B, C o D, y si todo
fluía como estaba previsto, el docente
obtenía una zona “libre” de preocupaciones y podía concentrarse en las zonas
“difíciles”.
Observemos
también que las categorías de la distribución provenían del sentido práctico
(los alumnos eran organizados por su nivel de progreso o lecciones) o moral
(estaban localizados según su libertinaje, sosiego, sensatez, frivolidad y
disipación). Estas categorías son distintas del mérito-obediencia, criterio
utilizado por los jesuitas.
La
ventaja de la propuesta de La Salle residía no sólo en que contemplaba aspectos
prácticos, sino en que, produciendo un pastorado equilibrado entre el método
global y la individualización, atendía las diversas demandas que planteaba una
sociedad con escasa movilidad social, con estratos definidos y no cambiables,
donde importaba la obediencia como grupo o como estrato, el refuerzo de la
moralización y la disciplina masiva.
Cuando
hablamos de disciplina, no nos referimos sólo al castigo corporal. Con respecto
a este último, el mundo escolar siempre fue muy creativo a la hora de castigar
el cuerpo: arrodillarse sobre granos de maíz, soportar durante horas el
estómago lleno de agua, pararse durante horas con los brazos en cruz, la regla
que golpeaba los dedos, el tirón de orejas, el tirón de pelo. Sin embargo, La
Salle – y antes que él, los jesuitas – habían formulado claramente que lo que
hay que castigar es el alma, lo que hemos llamado aquí buena-mala “conciencia”.
Con
la palabra castigo debe comprenderse todo lo que es capaz de hacer sentir a los
niños la falta que han cometido, todo lo que es capaz de humillarlos, de
causarles una confusión (…) cierta frialdad, cierta indiferencia, una pregunta,
una humillación, una destitución de puesto. La Salle, Conducta en las escuelas
cristianas, citado en : Foucault, 1995.
Esta
disciplina se aplicaba tanto a los alumnos como al cuerpo docente. Recuérdese
que en la Conducta de las escuelas cristianas se incluyó una tercera parte
sobre la inspección y la formación de docentes. El maestro es “objeto de otras
miradas (las del director), quien a su vez podrá estar directamente controlado
por un inspector (el que no deja de observar, además, a maestros y alumnos).
(…)
Se instituye así una cadena de vigilancia en la que sus
eslabones permanecen unidos en virtud del control que ejercen unos sobre otros.
Se instalan así en las instituciones educacionales relaciones de poder
sustentadas en la capacidad de mirar y juzgar (…) (Narodowski,
1995).
Así, el aula se encuentra penetrada por
disciplinas. Con este nombre Foucault conceptualiza técnicas que
se aplican al cuerpo para domesticarlo y, a través de él, lograr efectos en las
almas (Foucault, 1995).
Ser observado, sentarse en determinado lugar
y permanecer quieto, las instrucciones para sentarse “correctamente”, la
insistencia en escribir con la mano derecha, la orientación de la cabeza hacia
adelante que favorece la curiosa “comunicación” entre cara y nuca, son técnicas
aplicadas al cuerpo – no necesariamente castigos – que, con el correr del tiempo, se internalizan, se
vuelven “naturales” y “correctas” para nuestro sentido común. Estas técnicas, a
su vez, producen saberes que influyen en la manera en que percibimos la
realidad social y humana: la economía, la lingüística, la historia, la
biología, la medicina. La hipótesis central de Foucault
con respecto a estas “disciplinas” distintas del
castigo es que se fueron desarrollando en diversas
instituciones – cuarteles, hospitales, escuelas, internados, más
tarde en las fábricas – y empezaron a dominar la vida cotidiana de la
gente.
Estas disciplinas se
desarrollaron dentro de un Estado absolutista, forma dominante del gobierno
político en ese entonces. El absolutismo es una “forma de gobierno en la que el
soberano es el poseedor ilimitado de la competencia de legislar y de
cumplimiento de la legislación. Es un poder que está dispensado de las leyes”
(Zentner, 1990). Durante el siglo XVIII, y debido a cambios culturales,
económicos y políticos, se convirtió en absolutismo o despotismo ilustrado.
¿Cuál es el resultado
de este desarrollo de la pedagogía de la escuela elemental en las condiciones
de la confesionalización y de la formación de los estados absolutistas? El pastorado como principio de conducción se integra cada
vez más a la vida de las masas a través de una nueva forma institucional: la
escuela elemental.
La
presencia del decurión aseguraba que la autoridad fuera una individualización
“cercana”, un individuo que era la continuación de los ojos de la autoridad
“verdadera” u originaria, que es la figura del maestro. Por otra parte, el
sistema jesuita introdujo otras novedades. Por ejemplo, los jesuitas fueron los
primeros en emplear las tan discutidas notas escolares. En un esquema donde se
instalaba la competencia de los sujetos individualizados en la vida cotidiana,
las notas fueron un incentivo para competir. Como afirma Foucault,
la forma pedagógica del aula jesuita ha sido “la guerra y la rivalidad”
(Foucault, 1995). En el artículo 31 de las reglas de la Ratio Studiorum para
los profesores de las clases inferiores se dispone:
(…)
generalmente, la concertación se organiza de manera tal que o el profesor
pregunta y los émulos mejoran las respuestas o que los émulos se interrogan
mutuamente. Esto es para tener en alta consideración y debe hacerse tan
frecuentemente como el tiempo disponible lo permita para que se promueva una
competencia respetable, esa poderosa palanca del esfuerzo y la diligencia.
También
Durkheim vio en la introducción de la competencia entre alumnos un factor del
éxito de las escuelas jesuitas dentro de su estrategia de “continua envoltura”
de los alumnos. Los alumnos, de acuerdo con su mérito, se agruparían en “remínimos,
mínimos, menores, medianos y mayores”. Estas categorías organizaban además la
ubicación de cada grupo en el aula.
Sin
duda, el método jesuita estaba pensado para contenidos que iban más allá del
enseñar a leer, a escribir y a calcular. ¿Qué tipo de población escolar recibían
y procuraban los jesuitas? Como para entrar a sus colegios era requisito tener
conocimientos rudimentarios de latín, muchos alumnos habían ido ya a maestros
particulares. Por eso, el alumno de la primera clase de la escuela jesuita
tenía diferentes preparaciones, y en consecuencia el docente podía elegir a sus
“colaboradores” o decuriones entre los más avanzados. Esta situación no era la
misma en la naciente escuela elemental de masas. La enseñanza elemental tenía,
al respecto, otras demandas.
El
triunfo del aspecto grupal en el aula: el método global a la conquista de la
escuela elemental:
A
fines del siglo XVII apareció dentro del mundo católico otra iniciativa, ésta
sí orientada a la educación elemental y de gran éxito: la fundación de escuelas
para pobres por parte del cura francés Juan Bautista de La Salle (1651-1719).
Si bien La Salle había participado en diversos emprendimientos educativos con
religiosos, hacia 1780 organizó una comunidad llamada “hermanos de las escuelas
cristianas”, que se encargó de abrir escuelas y casas para niños pobres a
partir de donaciones de los ricos o de ayuda de los municipios.
Su
empresa alcanzó un éxito importante, dado que las comunas le otorgaron apoyo
financiero y la red de “escuelas libres” se expandió de modo considerable.
Asimismo La Salle creó un sistema para alentar a las familias a mandar a sus
hijos a las escuelas: sólo aquellas familias cuyos hijos asistían regularmente
a la escuela recibían limosna de la fundación.
Es
necesario recordar que grandes capas de la población, sobre todo en los ámbitos
rurales, se opusieron hasta muy avanzada el siglo XIX a la escolarización de sus hijos, ya que
éstos seguían constituyendo aportes importantes al trabajo familiar. Además,
aunque no sea el caso de las escuelas lasalleanas, en muchas instituciones el
arancel escolar no favorecía la tendencia a la escolarización. Este tipo de
establecimientos centrados en la atención a pobres y huérfanos también se
expandió en Inglaterra, a partir de la fundación en 1698 de la “Sociedad para
la promoción del conocimiento cristiano”, que sostuvo numerosas escuelas de
caridad por todo el reino (Sanderson, 1995).
La
Salle escribió un Manual para los maestros de su orden que pronto se convirtió
en texto ordenador de la pedagogía elemental. La Conducta de las escuelas
cristianas, que empezó a redactar en 1695 y terminó publicándose en 1720, un
año después de su muerte, contenía tres partes: la primera detallaba todo lo
que se debía hacer desde la apertura hasta la hora de cierre de las escuelas;
la segunda, los medios necesarios y útiles para mantener el orden en la
clase; y la tercera planteaba criterios
para la inspección de las escuelas y la formación de maestros. Este Manual se
hizo más necesario a medida que la orden (convertida en congregación en 1725)
creció y se incorporaron más maestros a la tarea de enseñar a los niños pobres.
Hacia
1790 la congregación se repartía en 108 ciudades y pueblos, y educaba a casi
35.000 niños, en escuelas que recibían entre 100 y 300 alumnos cada una
(Hamilton, 1989).
La
innovación que Juan Bautista de La Salle produjo con respecto a las escuelas de
caridad anteriores fue la de maximizar la relación entre un maestro y su grupo
de alumnos: “seste método simultáneo de lectura implica que cada niño tenga su
libro y que todos los libros sean iguales, lo cual acontece entonces por vez
primera” (Querrien, 1979).
Esto
es, La Salle adoptó el método global para sus
escuelas, pero mantuvo la visión moralizadora y de conversión de las escuelas
jesuitas. Desarrolló lo que se ha denominado
una pedagogía del detalle, donde cada pequeña
acción, cada asunto al parecer insignificante fue reglamentado, atendido e
influido por el docente. “La minucia de los reglamentos, la mirada puntillosa
de las inspecciones, la sujeción a control de las menores partículas de la vida
y del cuerpo” eran características de esta estrategia (Foucault, 1995).
La
comunicación entre el docente y los alumnos se volvió mucho más ritualizada y
no verbal: por ejemplo, los rezos se iniciaban cuando el maestro golpeaba sus
palmas, la recitación del catecismo empezaba ante la señal de la cruz hecha por
él, y las lecciones se organizaban como una especie de orquesta, al tocar el
maestro un instrumento sonoro de metal llamado “señal” para indicar la
intervención de cada alumno (Hamilton, 1989).
En
esta constelación, el silencio pasó a
ser un factor determinante en el aula, por un
lado porque permitía la detección de conductas transgresoras por parte de los
alumnos, y por otro, porque daba el monopolio del control sobre quién habla al
maestro y sobre qué asunto (Narodowski, 1995).
Una
de las mayores innovaciones introducidas por el método lasalleano fue la
adopción de la lengua materna como primera lengua de enseñanza que aparecía
como más eficaz que el latín para enseñar la religión y las primeras letras.
Dijo La Salle en una memoria: “la lengua francesa, siendo la natural, es sin
comparación, mucho más fácil de aprender que la latina por niños que escuchan
la una y no escuchan la otra. En consecuencia, hace falta mucho menos tiempo
para enseñar a leer en francés que a leer en latín. La lectura del francés
dispone a la lectura en latín, por el contrario, la lectura en latín no dispone
a la francesa, como lo muestra la experiencia” (citado en: Chartier y otros,
1976).
Es
decir, también al decurión se lo pone a prueba, de manera individual, igual que
al resto de los alumnos. Esta forma de la interrogación individual
equivale a lo que en nuestra cultura pedagógica es “pasar a dar lección”.
Nombre curioso, ya que se supone que la lección es un discurso continuado,
mientras que la lección escolar que conocemos está mucho
más cercana a un interrogatorio (¿una forma de confesión?)
que a la presentación sostenida y continua de un tema.
Además de la participación de los
decuriones, en el aula jesuita también existía la lección como acción ejercida
por el docente. En el artículo 27 de las reglas para profesores de las clases
inferiores se consigna su estructura: primero se lee en voz alta un segmento de
un texto, “luego se explica muy brevemente el contenido y, si es necesario, la
relación con lo visto anteriormente”. Luego, se explican las oraciones oscuras,
“se relacionan una cosa con la otra y se aclara el sentido, pero justamente no
a través de una real explicación del sentido por medio de oraciones más claras”
(Ratio Studiorum, 1887).
Sin embargo, la lección era sólo un
momento minoritario de la jornada escolar. Los jesuitas se preocuparon más por
la continua actividad en la clase y por la personalización del contacto. Veamos
las reglas para el profesor de humanidades:
La división del tiempo es la siguiente:
en la primera hora de la mañana los decuriones deben escuchar aquello que se ha
aprendido de memoria de Cicerón y de la métrica; el docente corrige mientras
tanto los trabajos escritos recolectados por los decuriones, mientras los
escolares hacen ciertos ejercicios que el docente determina; por último algunos
escolares deben decir lo aprendido de memoria delante de la clase y las notas
tomadas por los decuriones deben ser controladas por el docente.
El
aula jesuita es, básicamente, un aula de individuos. La unidad a la que se
dirige el docente es un alumno, sea este alumno “raso” o decurión. Lo
importante es que en ese interrogatorio o repetición el docente jesuita trabaja
básicamente contenidos memorísticos que deben ser reproducidos en su presencia.
Aquí aparece con gran elocuencia el carácter casi obligatorio del pastorado: la
“salvación” del alumno implica aprender un texto concreto, que debe ser
memorizado y estar a disposición en la memoria en cualquier momento en que el
docente lo pida.
El
alumno que repite su texto delante del docente jesuita confiesa de alguna
manera su pecado y lo expurga, aceptando la dirección, el texto y el ritmo que
el docente realiza. Al respecto, pueden señalarse analogías entre la
lección-interrogatorio jesuita y los “ejercicios” que su fundador San Ignacio
de Loyola, había escrito para purgar los pecados del alma. Los “ejercicios” de
purificación eran pequeños martirios que los fieles infligían a sus cuerpos
para “purificar” el alma. El alumno jesuita, mientras repite sus frases en la
lengua oficial de estas escuelas, el latín, aprende que la obediencia es
virtud; lo importante no es solamente el texto corto de Cicerón que hay que
memorizar, sino la mecánica de que existen un orden determinado y un rol
designado para cada uno.
Si
bien esta idea está en la base de cada situación de aula y también la
encontramos en las prescripciones de Comenio, la particularidad del jesuita es
que el alumno responde y obedece como individuo. En Comenio, el momento de la
obediencia es básicamente un momento colectivo, donde todos a la vez escuchan
lo mismo, preparado de manera tal que produzca efectos similares en todas las
cabezas.
Será
bueno hablar con frecuencia con los alumnos que parecen más relajados en su
conducta y que están expuestos quizás a vicios más graves (…), leyendo como por
azar, o recomendándoles un libro de piedad que se lleve en la mano; recitando
un cuento (…), haciéndoles comprender lo vergonzoso que es mentir, engañar,
jurar, pronunciar palabras obscenas e impías, criticar (…); en todas las
circunstancias elegirá hábilmente y provocará incluso de lejos la ocasión de
aprenderles a conducirles hacia Dios (…). Dará a cada alumno libritos de piedad
y recompensará a los más diligentes en leerlos. Luego les preguntará si los han
leído (…), pero todo ello con dulzura, ya que nada es más enemigo de la virtud
que la violencia.
En
el caso de los jesuitas, entonces, se observa que la individualización de
la educación es una individualización del momento de obediencia.
No es la individualización de la pedagogía contemporánea, ligada al desarrollo
de las capacidades y gustos del niño, sino una individualización que es una
forma de llegar o convocar a cada alumno en el momento de obedecer. Como señala
Durkheim, un principio de los jesuitas era que “no puede haber una buena
educación sin un contacto al mismo tiempo continuo y personal entre el alumno y
el educador, y ello con un doble objetivo. Primero, porque el alumno no debe
quedar nunca abandonado a sí mismo. Para formarle, hay que someterle a una
acción que no conozca ni eclipses ni desfallecimientos: porque el espíritu del
mal siempre vela. Por eso, el alumno de los jesuitas no estaba nunca solo”.
¿Es
posible estar solo en el aula de Comenio? Probablemente. En todo caso, en
aquél, como en otros escenarios pedagógicos, un docente puede hablar y los alumnos pensar en cualquier otra cosa
mientras parecen prestar atención. Frente a esta posibilidad, los jesuitas formularon un sistema didáctico que redujera
al mínimo esta posibilidad y que garantizara que cada persona obedeciera y
trabajara sobre su conciencia cumpliendo con las consignas dadas.
Singulatim
o el costado individualizante del aula: el método de los jesuitas:
Si bien Comenio se basó en cómo la
centralidad de la prédica podía ser trasladada a las formas de comunicación del aula, existió
también una pedagogía que acentuó la otra cara del poder pastoral, la atención
a cada individuo (Singulatim). La escolarización fue una tarea predilecta de
los jesuitas, quienes sin embargo imaginaron en su pedagogía un aula diferente
a la planteada por Comenio.
La pedagogía jesuita está corporizada en
el reglamento de estudios válido para todas las escuelas de la orden en el
mundo: la Ratio Studiorum. Ésta fue elaborada a lo largo de varias décadas, en
consulta con las diversas organizaciones de la orden y sobre la base de las
experiencias que se iban ganando en el terreno escolar.
Por último, la primera versión definitiva
fue sancionada en 1599 y mantuvo su vigencia hasta 1832, cuando fue levemente
modificada. Todas las obras de pedagogía jesuita se dedicaron a comentar,
introducir, ejemplificar y matizar la Ratio Studiorum, por lo cual asumió el
carácter de texto pedagógico fundador dentro de la orden.
Los jesuitas hicieron gran hincapié en las
relaciones entre la enseñanza, el gobierno y la prédica. Los jesuitas abrían a
sus hermanos otra posibilidad que era la carrera escolar. Ésta era para
aquellos que podían predicar y gobernar.
Los jesuitas fueron probablemente la primera orden que se dedicó a formar un
cuerpo letrado, que ocupó posiciones no sólo enseñando a otras generaciones
como parte de la orden, sino dentro de la creciente burocracia del Estado
(Varela, 1983).
El
aula jesuita era un espacio claramente recortado de la vida diaria, donde sólo
se hablaba latín y se enseñaban contenidos literarios clásicos. El latín, el
griego y la religión eran el centro del curriculum. Dentro de la estrategia del poder pastoral, la pedagogía jesuita puso de
relieve la cuestión de la atención individual, probablemente derivada de la
tradición de la práctica católica de la confesión y absolución, que fuera tan
criticada por los reformadores protestantes.
Uno
de los obstáculos para ello era que el aula jesuita era numerosa (se calcula
que en el espacio pedagógico convivían entre 200 y 300 alumnos). Los jesuitas
se esforzaron por idear un método que conservara tanto la individualización
como la educación masiva. Para ello crearon la figura del decurión:
al alumno más avispado o más avanzado, capaz de controlar a otros
individualmente en su proceso de aprendizaje, se lo distinguía del resto y se
lo nombraba ayudante del docente. Dice al respecto la Ratio Studiorum:
Los
decuriones deben ser elegidos por el docente. Los mismos deben escuchar aquello
que se ha aprendido de memoria, deben recolectar los escritos para el docente,
deben anotar en un cuaderno cuántas veces la memoria se detiene, quién no ha
hecho el trabajo escrito o quién no ha traído los materiales; también deben
realizar otras cosas, i es que el docente lo desea. (Ratio Studiorum, 1887).
Los
escolares deben repetir a los decuriones aquello que ha sido dado para
memorizar. (…) Pero los decuriones mismos deben repetirlo ante el decurión
superior o ante el docente mismo. El docente debe escuchar la repetición de
algunos alumnos, como por ejemplo de los más lentos y de los que llegan tarde
para poder comprobar la confiabilidad de los decuriones y para mantener el
esmero de todos los alumnos.
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