Es
decir, también al decurión se lo pone a prueba, de manera individual, igual que
al resto de los alumnos. Esta forma de la interrogación individual
equivale a lo que en nuestra cultura pedagógica es “pasar a dar lección”.
Nombre curioso, ya que se supone que la lección es un discurso continuado,
mientras que la lección escolar que conocemos está mucho
más cercana a un interrogatorio (¿una forma de confesión?)
que a la presentación sostenida y continua de un tema.
Además de la participación de los
decuriones, en el aula jesuita también existía la lección como acción ejercida
por el docente. En el artículo 27 de las reglas para profesores de las clases
inferiores se consigna su estructura: primero se lee en voz alta un segmento de
un texto, “luego se explica muy brevemente el contenido y, si es necesario, la
relación con lo visto anteriormente”. Luego, se explican las oraciones oscuras,
“se relacionan una cosa con la otra y se aclara el sentido, pero justamente no
a través de una real explicación del sentido por medio de oraciones más claras”
(Ratio Studiorum, 1887).
Sin embargo, la lección era sólo un
momento minoritario de la jornada escolar. Los jesuitas se preocuparon más por
la continua actividad en la clase y por la personalización del contacto. Veamos
las reglas para el profesor de humanidades:
La división del tiempo es la siguiente:
en la primera hora de la mañana los decuriones deben escuchar aquello que se ha
aprendido de memoria de Cicerón y de la métrica; el docente corrige mientras
tanto los trabajos escritos recolectados por los decuriones, mientras los
escolares hacen ciertos ejercicios que el docente determina; por último algunos
escolares deben decir lo aprendido de memoria delante de la clase y las notas
tomadas por los decuriones deben ser controladas por el docente.
El
aula jesuita es, básicamente, un aula de individuos. La unidad a la que se
dirige el docente es un alumno, sea este alumno “raso” o decurión. Lo
importante es que en ese interrogatorio o repetición el docente jesuita trabaja
básicamente contenidos memorísticos que deben ser reproducidos en su presencia.
Aquí aparece con gran elocuencia el carácter casi obligatorio del pastorado: la
“salvación” del alumno implica aprender un texto concreto, que debe ser
memorizado y estar a disposición en la memoria en cualquier momento en que el
docente lo pida.
El
alumno que repite su texto delante del docente jesuita confiesa de alguna
manera su pecado y lo expurga, aceptando la dirección, el texto y el ritmo que
el docente realiza. Al respecto, pueden señalarse analogías entre la
lección-interrogatorio jesuita y los “ejercicios” que su fundador San Ignacio
de Loyola, había escrito para purgar los pecados del alma. Los “ejercicios” de
purificación eran pequeños martirios que los fieles infligían a sus cuerpos
para “purificar” el alma. El alumno jesuita, mientras repite sus frases en la
lengua oficial de estas escuelas, el latín, aprende que la obediencia es
virtud; lo importante no es solamente el texto corto de Cicerón que hay que
memorizar, sino la mecánica de que existen un orden determinado y un rol
designado para cada uno.
Si
bien esta idea está en la base de cada situación de aula y también la
encontramos en las prescripciones de Comenio, la particularidad del jesuita es
que el alumno responde y obedece como individuo. En Comenio, el momento de la
obediencia es básicamente un momento colectivo, donde todos a la vez escuchan
lo mismo, preparado de manera tal que produzca efectos similares en todas las
cabezas.
Será
bueno hablar con frecuencia con los alumnos que parecen más relajados en su
conducta y que están expuestos quizás a vicios más graves (…), leyendo como por
azar, o recomendándoles un libro de piedad que se lleve en la mano; recitando
un cuento (…), haciéndoles comprender lo vergonzoso que es mentir, engañar,
jurar, pronunciar palabras obscenas e impías, criticar (…); en todas las
circunstancias elegirá hábilmente y provocará incluso de lejos la ocasión de
aprenderles a conducirles hacia Dios (…). Dará a cada alumno libritos de piedad
y recompensará a los más diligentes en leerlos. Luego les preguntará si los han
leído (…), pero todo ello con dulzura, ya que nada es más enemigo de la virtud
que la violencia.
En
el caso de los jesuitas, entonces, se observa que la individualización de
la educación es una individualización del momento de obediencia.
No es la individualización de la pedagogía contemporánea, ligada al desarrollo
de las capacidades y gustos del niño, sino una individualización que es una
forma de llegar o convocar a cada alumno en el momento de obedecer. Como señala
Durkheim, un principio de los jesuitas era que “no puede haber una buena
educación sin un contacto al mismo tiempo continuo y personal entre el alumno y
el educador, y ello con un doble objetivo. Primero, porque el alumno no debe
quedar nunca abandonado a sí mismo. Para formarle, hay que someterle a una
acción que no conozca ni eclipses ni desfallecimientos: porque el espíritu del
mal siempre vela. Por eso, el alumno de los jesuitas no estaba nunca solo”.
¿Es
posible estar solo en el aula de Comenio? Probablemente. En todo caso, en
aquél, como en otros escenarios pedagógicos, un docente puede hablar y los alumnos pensar en cualquier otra cosa
mientras parecen prestar atención. Frente a esta posibilidad, los jesuitas formularon un sistema didáctico que redujera
al mínimo esta posibilidad y que garantizara que cada persona obedeciera y
trabajara sobre su conciencia cumpliendo con las consignas dadas.
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