enseñanza por grupos escolares
diferenciados entre sí, a veces por edad y otras por sus logros de aprendizaje.
Es preciso examinar la
historia del surgimiento y la consolidación del aula de clase como espacio
educativo privilegiado, tratando de identificar las continuidades y las
innovaciones en este trayecto, y de entender qué lógica las fue estructurando.
Historia y genealogía:
Seguramente muchos de
nosotros conocemos la palabra genealogía a partir de
los “árboles genealógicos”, que rastrean los antepasados y nos dan un “mapa”
que nos informa acerca de nuestros antecedentes familiares. Por otra parte,
éste es un recurso utilizado en la enseñanza de las ciencias sociales en la
escuela primaria, cuando se les propone a los chicos que pregunten a sus
abuelos y padres sobre su origen y su historia de vida. Este recurso permite
abordar algunos temas como la historia local, la historia del país o algunos
fenómenos específicos como la inmigración (muchos de estos abuelos fueron
inmigrantes o hijos de inmigrantes), desde una aproximación más significativa
para los alumnos, ya que pueden vincularlos a su propia historia.
Sin embargo, el uso de
la genealogía que sugerimos es algo diferente. Siguiendo a algunos filósofos e
historiadores de este siglo, la genealogía es una forma de mirar y de escribir
la historia que difiere de la historia tradicional porque se asume como historia con perspectiva, crítica,
interesada. La genealogía parte de un problema o concepto
presente y trata de hacer un “mapa”, no de los antepasados sino de las luchas y
los conflictos que configuraron el problema tal como lo conocemos hoy. Los
materiales históricos (las fuentes, los escritos de época, los análisis
históricos) no se revisan con un interés meramente erudito (“para aprender
más”), sino con el objeto de comprender cómo se gestaron las condiciones que
conforman el presente. Es una mirada que toma posición
por quienes sufren los efectos de poderes y saberes específicos
(Varela, 1997).
Esta posición es
claramente contraria a la de la historia tradicional, que presupone que el
conocimiento es neutral y objetivo y que el historiador puede situarse por
encima de su tiempo y de su sociedad y conocer “lo que verdaderamente pasó” en
la Revolución de Mayo o en cualquier otro evento histórico, independientemente
de sus valores y posiciones, o de los conceptos y categorías que su época le
provee para pensar la historia. La genealogía, por el contrario, se asume como perspectiva y no quiere
engañar a nadie sobre su neutralidad.
El filósofo e
historiador Michel Foucault dice que “las fuerzas presentes en la historia no
obedecen ni a un destino ni a una mecánica, sino al azar de la lucha”
(Foucault, 1980). Entre otras cosas, esto obliga a tomar partido, a analizar
cuáles son las exclusiones que se hicieron, quiénes ganaron y quiénes perdieron
en estas luchas. Nos aleja de la idea de que los procesos son inevitables y de
que las cosas “pasaron porque sí, porque así tenía que ser”. Lito Nebbia
cantaba hace quince años que “si la historia la escriben los que ganan, eso
quiere decir que hay otra historia, la verdadera historia; quien quiera oír que
oiga” (en relación con la vida de Eva Perón). Foucault lee agregaría a Nebbia
que no hay dos historias sino mucha, dependiendo de qué y cómo se posicione uno
ante el presente, y que eso hace que sea mucho más complejo adscribir el valor
de “verdadera” a una de ellas en particular. Muchos piensan que, si
todo es pura perspectiva, entonces sólo queda el relativismo absoluto de que
todo da igual, lo que lleva al nihilismo, a no creer en nada, es decir, a la
desesperanza. Para quienes defendemos los argumentos de Foucault, asumir una
perspectiva conlleva por el contrario un acto de libertad considerable: es
rebelarse contra un conocimiento impuesto, es ganar las ventajas y asumir que
todas las perspectivas den lo mismo, o que no haya criterios para
jerarquizarlos, o para decidir cuál nos parece más “justa” o “verdadera”; sólo
nos recuerda que esta jerarquización o decisión es un acto propio (político,
diría Foucault), porque implica tomar posición frente a una realidad
conflictiva y dinámica. No renuncia a “conocer la verdad”, y para ello utiliza
todas las herramientas de los historiadores, esa erudición minuciosa, paciente
y gris de ir a los archivos y leer documentos, pero sostiene que lo que es
“justo” y “verdadero” también debe ser interrogado, porque estas definiciones
son producto de luchas y conflictos particulares.
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