domingo, 25 de mayo de 2014

Si bien hemos visto que algunas pedagogías, como la de Comenio, acentuaban el momento grupal del pastorado, otras, como la jesuita, practicaban la relación individual como forma de conducción. La estructura del aula y la organización de las interacciones desarrolladas a partir de estos principios fueron, por lo tanto, diferentes.
Sin embargo, La Salle produjo una síntesis en la cual la obediencia grupal y la individual se combinaban, no haciendo una mezcla de métodos, sino dándole la primacía al método global y, por lo tanto, al grupo como interlocutor. La Salle optó por una forma de conducción que aceptaba que la obediencia grupal era lo decisivo. En ella, una desobediencia individual no producía catástrofes, podía ser corregida, pero una desobediencia grupal se consideraba grave.

En una sociedad que comienza a moverse hacia la masificación, veremos qué fuerza adquirirá esta forma de conducción basada en el grupo escolar cuando las sociedades comiencen a cambiar radicalmente sus principios de funcionamiento a fines del siglo XVIII.
A partir de este momento, la mayor parte de las experiencias escolares elementales se realizaron en las lenguas maternas, devenidas lenguas nacionales en muchos estados; y el latín pasó a ser un contenido de la educación superior.
La Salle también adoptó varias de las formas disciplinarias individualizadoras de los jesuitas, extendiéndolas al punto de ejercer una “vigilancia constante sobre el cuerpo infantil” y sobre el cuerpo docente (Narodowski, 1995).
En la Conducta de las escuelas cristianas se estipulaba, por ejemplo, que “los escolares deben estar siempre sentados, leyendo incluso  la tabla del alfabeto y las sílabas, tener el cuerpo derecho y los pies en la tierra y bien plantados. Cuando se leen las sílabas deben tener los brazos cruzados y cuando leen los libros deben tener su libro con las dos manos (…) con su mirada hacia adelante, un poco inclinado hacia donde está el maestro” (citado en : Chartier y otros, 1976).
El mérito de La Salle fue percibir que el pastorado necesitaba el momento colectivo tanto como el individual. A diferencia de Comenio, que descuidaba el aspecto de control individualizador por parte del maestro y lo delegaba en los decuriones, La Salle adoptó algunas de las tácticas de gobierno del aula de los jesuitas. La más visible es la ubicación espacial de los alumnos o locación, principio que determinaba en qué lugar debían sentarse los niños en la clase de acuerdo con su mérito, notas y progresos. La locación era un arma de los jesuitas para mantener continuamente la competencia entre los alumnos. La intervención de La Salle adopta el principio de que la locación es una decisión de la autoridad. Sin embargo, el docente no puede actuar libremente:
(…) habrá en todas las clases lugares asignados para todos los escolares de todas las lecciones, de suerte que todos los de la misma lección estén colocados en un mismo lugar y siempre fijo. Los escolares de las lecciones más adelantadas estarán sentados en los bancos más cercanos al muro, y los otros a continuación según el orden de las lecciones, avanzando hacia el centro de la clase (…). Cada uno de los alumnos tendrá su lugar determinado y ninguno abandonará ni cambiará el suyo sino por orden y con el consentimiento del inspector de las escuelas. Habrá de hacer de modo que aquellos cuyos padres son descuidados y tienen parásitos estén separados de los que van limpios y no los tienen; que un escolar frívolo y disipado esté entre dos sensatos y sosegados, un libertino o bien solo o entre dos piadosos.
La Salle, Conducta de las escuelas cristianas, citado en : Foucault, 1995.


La locación o disposición espacial definía dentro de la clase categorías a las que los alumnos quedaban fijados. Mientras que en Comenio el grupo era aún una masa indefinida, la locación lasalleana consiguió que el espacio se volviera “serial”: un lugar para cada uno, una persona por lugar, permanencia de la distribución; todo constituía una serie que sólo tenía sentido como conjunto con un orden particular.
La “masa” de alumnos se volvió analítica, con componentes que podían aislarse. A partir de este sistema, y pese a contar hasta con 100 alumnos por clase, el docente sabía dónde estaba ubicado cada uno, y por qué. Esto le proporcionó un mejor panorama para controlar la situación de la clase, con intercambios más previsibles y estandarizados: el alumno A podía hablar con B, C o D, y si todo fluía como estaba previsto, el  docente obtenía una zona “libre” de preocupaciones y podía concentrarse en las zonas “difíciles”.
Observemos también que las categorías de la distribución provenían del sentido práctico (los alumnos eran organizados por su nivel de progreso o lecciones) o moral (estaban localizados según su libertinaje, sosiego, sensatez, frivolidad y disipación). Estas categorías son distintas del mérito-obediencia, criterio utilizado por los jesuitas.
La ventaja de la propuesta de La Salle residía no sólo en que contemplaba aspectos prácticos, sino en que, produciendo un pastorado equilibrado entre el método global y la individualización, atendía las diversas demandas que planteaba una sociedad con escasa movilidad social, con estratos definidos y no cambiables, donde importaba la obediencia como grupo o como estrato, el refuerzo de la moralización y la disciplina masiva.
Cuando hablamos de disciplina, no nos referimos sólo al castigo corporal. Con respecto a este último, el mundo escolar siempre fue muy creativo a la hora de castigar el cuerpo: arrodillarse sobre granos de maíz, soportar durante horas el estómago lleno de agua, pararse durante horas con los brazos en cruz, la regla que golpeaba los dedos, el tirón de orejas, el tirón de pelo. Sin embargo, La Salle – y antes que él, los jesuitas – habían formulado claramente que lo que hay que castigar es el alma, lo que hemos llamado aquí buena-mala “conciencia”.
Con la palabra castigo debe comprenderse todo lo que es capaz de hacer sentir a los niños la falta que han cometido, todo lo que es capaz de humillarlos, de causarles una confusión (…) cierta frialdad, cierta indiferencia, una pregunta, una humillación, una destitución de puesto. La Salle, Conducta en las escuelas cristianas, citado en : Foucault, 1995.


Esta disciplina se aplicaba tanto a los alumnos como al cuerpo docente. Recuérdese que en la Conducta de las escuelas cristianas se incluyó una tercera parte sobre la inspección y la formación de docentes. El maestro es “objeto de otras miradas (las del director), quien a su vez podrá estar directamente controlado por un inspector (el que no deja de observar, además, a maestros y alumnos).
(…) Se instituye así una cadena de vigilancia en la que sus eslabones permanecen unidos en virtud del control que ejercen unos sobre otros. Se instalan así en las instituciones educacionales relaciones de poder sustentadas en la capacidad de mirar y juzgar (…) (Narodowski, 1995).
  Así, el aula se encuentra penetrada por disciplinas. Con este nombre Foucault   conceptualiza técnicas que se aplican al cuerpo para domesticarlo y, a través de él, lograr efectos en las almas (Foucault, 1995).
  Ser observado, sentarse en determinado lugar y permanecer quieto, las instrucciones para sentarse “correctamente”, la insistencia en escribir con la mano derecha, la orientación de la cabeza hacia adelante que favorece la curiosa “comunicación” entre cara y nuca, son técnicas aplicadas al cuerpo – no necesariamente castigos – que,  con el correr del tiempo, se internalizan, se vuelven “naturales” y “correctas” para nuestro sentido común. Estas técnicas, a su vez, producen saberes que influyen en la manera en que percibimos la realidad social y humana: la economía, la lingüística, la historia, la biología, la medicina. La hipótesis central de Foucault con respecto a estas “disciplinas” distintas del castigo es que se fueron desarrollando en diversas instituciones – cuarteles, hospitales, escuelas, internados, más tarde en las fábricas – y empezaron a dominar la vida cotidiana de la gente.
Estas disciplinas se desarrollaron dentro de un Estado absolutista, forma dominante del gobierno político en ese entonces. El absolutismo es una “forma de gobierno en la que el soberano es el poseedor ilimitado de la competencia de legislar y de cumplimiento de la legislación. Es un poder que está dispensado de las leyes” (Zentner, 1990). Durante el siglo XVIII, y debido a cambios culturales, económicos y políticos, se convirtió en absolutismo o despotismo ilustrado.

¿Cuál es el resultado de este desarrollo de la pedagogía de la escuela elemental en las condiciones de la confesionalización y de la formación de los estados absolutistas? El pastorado como principio de conducción se integra cada vez más a la vida de las masas a través de una nueva forma institucional: la escuela elemental.
La presencia del decurión aseguraba que la autoridad fuera una individualización “cercana”, un individuo que era la continuación de los ojos de la autoridad “verdadera” u originaria, que es la figura del maestro. Por otra parte, el sistema jesuita introdujo otras novedades. Por ejemplo, los jesuitas fueron los primeros en emplear las tan discutidas notas escolares. En un esquema donde se instalaba la competencia de los sujetos individualizados en la vida cotidiana, las notas fueron un incentivo para competir. Como afirma Foucault, la forma pedagógica del aula jesuita ha sido “la guerra y la rivalidad” (Foucault, 1995). En el artículo 31 de las reglas de la Ratio Studiorum para los profesores de las clases inferiores se dispone:
(…) generalmente, la concertación se organiza de manera tal que o el profesor pregunta y los émulos mejoran las respuestas o que los émulos se interrogan mutuamente. Esto es para tener en alta consideración y debe hacerse tan frecuentemente como el tiempo disponible lo permita para que se promueva una competencia respetable, esa poderosa palanca del esfuerzo y la diligencia.

También Durkheim vio en la introducción de la competencia entre alumnos un factor del éxito de las escuelas jesuitas dentro de su estrategia de “continua envoltura” de los alumnos. Los alumnos, de acuerdo con su mérito, se agruparían en “remínimos, mínimos, menores, medianos y mayores”. Estas categorías organizaban además la ubicación de cada grupo en el aula.
Sin duda, el método jesuita estaba pensado para contenidos que iban más allá del enseñar a leer, a escribir y a calcular. ¿Qué tipo de población escolar recibían y procuraban los jesuitas? Como para entrar a sus colegios era requisito tener conocimientos rudimentarios de latín, muchos alumnos habían ido ya a maestros particulares. Por eso, el alumno de la primera clase de la escuela jesuita tenía diferentes preparaciones, y en consecuencia el docente podía elegir a sus “colaboradores” o decuriones entre los más avanzados. Esta situación no era la misma en la naciente escuela elemental de masas. La enseñanza elemental tenía, al respecto, otras demandas.

El triunfo del aspecto grupal en el aula: el método global a la conquista de la escuela elemental:
A fines del siglo XVII apareció dentro del mundo católico otra iniciativa, ésta sí orientada a la educación elemental y de gran éxito: la fundación de escuelas para pobres por parte del cura francés Juan Bautista de La Salle (1651-1719). Si bien La Salle había participado en diversos emprendimientos educativos con religiosos, hacia 1780 organizó una comunidad llamada “hermanos de las escuelas cristianas”, que se encargó de abrir escuelas y casas para niños pobres a partir de donaciones de los ricos o de ayuda de los municipios.
Su empresa alcanzó un éxito importante, dado que las comunas le otorgaron apoyo financiero y la red de “escuelas libres” se expandió de modo considerable. Asimismo La Salle creó un sistema para alentar a las familias a mandar a sus hijos a las escuelas: sólo aquellas familias cuyos hijos asistían regularmente a la escuela recibían limosna de la fundación.
Es necesario recordar que grandes capas de la población, sobre todo en los ámbitos rurales, se opusieron hasta muy avanzada el siglo XIX  a la escolarización de sus hijos, ya que éstos seguían constituyendo aportes importantes al trabajo familiar. Además, aunque no sea el caso de las escuelas lasalleanas, en muchas instituciones el arancel escolar no favorecía la tendencia a la escolarización. Este tipo de establecimientos centrados en la atención a pobres y huérfanos también se expandió en Inglaterra, a partir de la fundación en 1698 de la “Sociedad para la promoción del conocimiento cristiano”, que sostuvo numerosas escuelas de caridad por todo el reino (Sanderson, 1995).
La Salle escribió un Manual para los maestros de su orden que pronto se convirtió en texto ordenador de la pedagogía elemental. La Conducta de las escuelas cristianas, que empezó a redactar en 1695 y terminó publicándose en 1720, un año después de su muerte, contenía tres partes: la primera detallaba todo lo que se debía hacer desde la apertura hasta la hora de cierre de las escuelas; la segunda, los medios necesarios y útiles para mantener el orden en la clase;  y la tercera planteaba criterios para la inspección de las escuelas y la formación de maestros. Este Manual se hizo más necesario a medida que la orden (convertida en congregación en 1725) creció y se incorporaron más maestros a la tarea de enseñar a los niños pobres.
Hacia 1790 la congregación se repartía en 108 ciudades y pueblos, y educaba a casi 35.000 niños, en escuelas que recibían entre 100 y 300 alumnos cada una (Hamilton, 1989).
La innovación que Juan Bautista de La Salle produjo con respecto a las escuelas de caridad anteriores fue la de maximizar la relación entre un maestro y su grupo de alumnos: “seste método simultáneo de lectura implica que cada niño tenga su libro y que todos los libros sean iguales, lo cual acontece entonces por vez primera” (Querrien, 1979).
Esto es, La Salle adoptó el método global para sus escuelas, pero mantuvo la visión moralizadora y de conversión de las escuelas jesuitas. Desarrolló lo que se ha denominado una pedagogía del detalle, donde cada pequeña acción, cada asunto al parecer insignificante fue reglamentado, atendido e influido por el docente. “La minucia de los reglamentos, la mirada puntillosa de las inspecciones, la sujeción a control de las menores partículas de la vida y del cuerpo” eran características de esta estrategia (Foucault, 1995).
La comunicación entre el docente y los alumnos se volvió mucho más ritualizada y no verbal: por ejemplo, los rezos se iniciaban cuando el maestro golpeaba sus palmas, la recitación del catecismo empezaba ante la señal de la cruz hecha por él, y las lecciones se organizaban como una especie de orquesta, al tocar el maestro un instrumento sonoro de metal llamado “señal” para indicar la intervención de cada alumno (Hamilton, 1989).
En esta constelación, el silencio pasó a ser un factor determinante en el aula, por un lado porque permitía la detección de conductas transgresoras por parte de los alumnos, y por otro, porque daba el monopolio del control sobre quién habla al maestro y sobre qué asunto (Narodowski, 1995).

Una de las mayores innovaciones introducidas por el método lasalleano fue la adopción de la lengua materna como primera lengua de enseñanza que aparecía como más eficaz que el latín para enseñar la religión y las primeras letras. Dijo La Salle en una memoria: “la lengua francesa, siendo la natural, es sin comparación, mucho más fácil de aprender que la latina por niños que escuchan la una y no escuchan la otra. En consecuencia, hace falta mucho menos tiempo para enseñar a leer en francés que a leer en latín. La lectura del francés dispone a la lectura en latín, por el contrario, la lectura en latín no dispone a la francesa, como lo muestra la experiencia” (citado en: Chartier y otros, 1976).
Es decir, también al decurión se lo pone a prueba, de manera individual, igual que al resto de los alumnos. Esta forma de la interrogación individual equivale a lo que en nuestra cultura pedagógica es “pasar a dar lección”. Nombre curioso, ya que se supone que la lección es un discurso continuado, mientras que la lección escolar que conocemos está mucho más cercana a un interrogatorio (¿una forma de confesión?) que a la presentación sostenida y continua de un tema.
     Además de la participación de los decuriones, en el aula jesuita también existía la lección como acción ejercida por el docente. En el artículo 27 de las reglas para profesores de las clases inferiores se consigna su estructura: primero se lee en voz alta un segmento de un texto, “luego se explica muy brevemente el contenido y, si es necesario, la relación con lo visto anteriormente”. Luego, se explican las oraciones oscuras, “se relacionan una cosa con la otra y se aclara el sentido, pero justamente no a través de una real explicación del sentido por medio de oraciones más claras” (Ratio Studiorum, 1887).
     Sin embargo, la lección era sólo un momento minoritario de la jornada escolar. Los jesuitas se preocuparon más por la continua actividad en la clase y por la personalización del contacto. Veamos las reglas para el profesor de humanidades:
  
      La división del tiempo es la siguiente: en la primera hora de la mañana los decuriones deben escuchar aquello que se ha aprendido de memoria de Cicerón y de la métrica; el docente corrige mientras tanto los trabajos escritos recolectados por los decuriones, mientras los escolares hacen ciertos ejercicios que el docente determina; por último algunos escolares deben decir lo aprendido de memoria delante de la clase y las notas tomadas por los decuriones deben ser controladas por el docente.
                                                                                                         

El aula jesuita es, básicamente, un aula de individuos. La unidad a la que se dirige el docente es un alumno, sea este alumno “raso” o decurión. Lo importante es que en ese interrogatorio o repetición el docente jesuita trabaja básicamente contenidos memorísticos que deben ser reproducidos en su presencia. Aquí aparece con gran elocuencia el carácter casi obligatorio del pastorado: la “salvación” del alumno implica aprender un texto concreto, que debe ser memorizado y estar a disposición en la memoria en cualquier momento en que el docente lo pida.
El alumno que repite su texto delante del docente jesuita confiesa de alguna manera su pecado y lo expurga, aceptando la dirección, el texto y el ritmo que el docente realiza. Al respecto, pueden señalarse analogías entre la lección-interrogatorio jesuita y los “ejercicios” que su fundador San Ignacio de Loyola, había escrito para purgar los pecados del alma. Los “ejercicios” de purificación eran pequeños martirios que los fieles infligían a sus cuerpos para “purificar” el alma. El alumno jesuita, mientras repite sus frases en la lengua oficial de estas escuelas, el latín, aprende que la obediencia es virtud; lo importante no es solamente el texto corto de Cicerón que hay que memorizar, sino la mecánica de que existen un orden determinado y un rol designado para cada uno.
Si bien esta idea está en la base de cada situación de aula y también la encontramos en las prescripciones de Comenio, la particularidad del jesuita es que el alumno responde y obedece como individuo. En Comenio, el momento de la obediencia es básicamente un momento colectivo, donde todos a la vez escuchan lo mismo, preparado de manera tal que produzca efectos similares en todas las cabezas.
Otra diferencia es que en el caso de los jesuitas, el sistema de vigilancia sobre la obediencia está mucho más desarrollado y organizado. Cada alumno debía confesarse al menos una vez por mes, siempre con el mismo confesor, que así llevaba la lista de sus confidentes. Como lo ponen de manifiesto estas recomendaciones a los docentes de la orden del padre Jouvency en el siglo XVII, a partir de este conocimiento íntimo, nada está librado al azar, ni el sermón de la misa o la clase, ni el libro que el maestro lleva bajo el brazo en los encuentros “casuales” con los alumnos.
Será bueno hablar con frecuencia con los alumnos que parecen más relajados en su conducta y que están expuestos quizás a vicios más graves (…), leyendo como por azar, o recomendándoles un libro de piedad que se lleve en la mano; recitando un cuento (…), haciéndoles comprender lo vergonzoso que es mentir, engañar, jurar, pronunciar palabras obscenas e impías, criticar (…); en todas las circunstancias elegirá hábilmente y provocará incluso de lejos la ocasión de aprenderles a conducirles hacia Dios (…). Dará a cada alumno libritos de piedad y recompensará a los más diligentes en leerlos. Luego les preguntará si los han leído (…), pero todo ello con dulzura, ya que nada es más enemigo de la virtud que la violencia.
En el caso de los jesuitas, entonces, se observa que la individualización de la educación es una individualización del momento de obediencia. No es la individualización de la pedagogía contemporánea, ligada al desarrollo de las capacidades y gustos del niño, sino una individualización que es una forma de llegar o convocar a cada alumno en el momento de obedecer. Como señala Durkheim, un principio de los jesuitas era que “no puede haber una buena educación sin un contacto al mismo tiempo continuo y personal entre el alumno y el educador, y ello con un doble objetivo. Primero, porque el alumno no debe quedar nunca abandonado a sí mismo. Para formarle, hay que someterle a una acción que no conozca ni eclipses ni desfallecimientos: porque el espíritu del mal siempre vela. Por eso, el alumno de los jesuitas no estaba nunca solo”.
¿Es posible estar solo en el aula de Comenio? Probablemente. En todo caso, en aquél, como en otros escenarios pedagógicos, un docente puede hablar  y los alumnos pensar en cualquier otra cosa mientras parecen prestar atención. Frente a esta posibilidad, los jesuitas  formularon un sistema didáctico que redujera al mínimo esta posibilidad y que garantizara que cada persona obedeciera y trabajara sobre su conciencia cumpliendo con las consignas dadas.
Singulatim o el costado individualizante del aula: el método de los jesuitas:

     Si bien Comenio se basó en cómo la centralidad de la prédica podía ser trasladada a las      formas de comunicación del aula, existió también una pedagogía que acentuó la otra cara del poder pastoral, la atención a cada individuo (Singulatim). La escolarización fue una tarea predilecta de los jesuitas, quienes sin embargo imaginaron en su pedagogía un aula diferente a la planteada por Comenio.
     La pedagogía jesuita está corporizada en el reglamento de estudios válido para todas las escuelas de la orden en el mundo: la Ratio Studiorum. Ésta fue elaborada a lo largo de varias décadas, en consulta con las diversas organizaciones de la orden y sobre la base de las experiencias que se iban ganando en el terreno escolar.
     Por último, la primera versión definitiva fue sancionada en 1599 y mantuvo su vigencia hasta 1832, cuando fue levemente modificada. Todas las obras de pedagogía jesuita se dedicaron a comentar, introducir, ejemplificar y matizar la Ratio Studiorum, por lo cual asumió el carácter de texto pedagógico fundador dentro de la orden.
    Los jesuitas hicieron gran hincapié en las relaciones entre la enseñanza, el gobierno y la prédica. Los jesuitas abrían a sus hermanos otra posibilidad que era la carrera escolar. Ésta era para aquellos que podían predicar  y gobernar. Los jesuitas fueron probablemente la primera orden que se dedicó a formar un cuerpo letrado, que ocupó posiciones no sólo enseñando a otras generaciones como parte de la orden, sino dentro de la creciente burocracia del Estado (Varela, 1983).
El aula jesuita era un espacio claramente recortado de la vida diaria, donde sólo se hablaba latín y se enseñaban contenidos literarios clásicos. El latín, el griego y la religión eran el centro del curriculum. Dentro de la estrategia del poder pastoral, la pedagogía jesuita puso de relieve la cuestión de la atención individual, probablemente derivada de la tradición de la práctica católica de la confesión y absolución, que fuera tan criticada por los reformadores protestantes.
Uno de los obstáculos para ello era que el aula jesuita era numerosa (se calcula que en el espacio pedagógico convivían entre 200 y 300 alumnos). Los jesuitas se esforzaron por idear un método que conservara tanto la individualización como la educación masiva. Para ello crearon la figura del decurión: al alumno más avispado o más avanzado, capaz de controlar a otros individualmente en su proceso de aprendizaje, se lo distinguía del resto y se lo nombraba ayudante del docente. Dice al respecto la Ratio Studiorum:
Los decuriones deben ser elegidos por el docente. Los mismos deben escuchar aquello que se ha aprendido de memoria, deben recolectar los escritos para el docente, deben anotar en un cuaderno cuántas veces la memoria se detiene, quién no ha hecho el trabajo escrito o quién no ha traído los materiales; también deben realizar otras cosas, i es que el docente lo desea. (Ratio Studiorum, 1887).

Los decuriones fueron una creación de la pedagogía jesuita que determinaba gran parte de la vida cotidiana del aula. En las reglas para los profesores de las clases inferiores, art. 19, se lee:
Los escolares deben repetir a los decuriones aquello que ha sido dado para memorizar. (…) Pero los decuriones mismos deben repetirlo ante el decurión superior o ante el docente mismo. El docente debe escuchar la repetición de algunos alumnos, como por ejemplo de los más lentos y de los que llegan tarde para poder comprobar la confiabilidad de los decuriones y para mantener el esmero de todos los alumnos.


No sólo el método se unificaba, sino que el docente, como la encarnación de la unificación, aparecía con toda su centralidad. Si bien ante la masividad del aula de su tiempo Comenio empleaba como ayudantes alumnos avanzados o más hábiles (llamados decuriones, tomando el ejemplo de la pedagogía jesuítica), no quería que la autoridad centralizada del enseñante se diluyera.
Las funciones centrales, como la responsabilidad de garantizar la atención de los alumnos, eran competencia del maestro: “Esta atención no se despierta o se mantiene simplemente a través de los decuriones o de otros a los que se les confía la inspección, sino que se realiza mejor a través del docente mismo (…) (Comenio, 1986). Comenio propuso un aula donde se configuraba una autoridad centralizada a través del habla directa al rebaño o grupo que estaba ante él.
Dentro del contexto de la Reforma protestante, movimiento del cual su orden formaba parte como secta disidente, esto no era sorprendente. En el protestantismo, la prédica es el eje central de la misa; es “el medio clásico de la comunicación religiosa en la forma de un discurso público”. Asimismo, la prédica utiliza una “forma propia de presentación”. Centralmente, “la prédica es entendible principalmente para los que acuden al servicio religioso regularmente y que pueden verse confrontados con la interpretación religiosa de la realidad que es expuesta por el pastor” (Drehsen, 1995).
Todo parece indicar, entonces, que el método global o frontal toma muchos elementos de la tradición y de la escena de la prédica. Así como la regularidad de ir a misa es una característica importante para acceder a esa presentación particular, a esa “interpretación” de la realidad que es la prédica, la regularidad de la enseñanza, su cotidianidad, aseguran que los que escuchan puedan participar de la escena siguiendo su forma de presentación, que es diferente de las comunicaciones que la gente tiene fuera de la escuela.
La comunicación jerarquizada y ritualizada se establece a través de una escena constante que se repite mediante diversos contenidos. Sin embargo, esta unificación de la figura de autoridad y su centralidad no significa que la relación de autoridad sea una pura imposición. Decía Comenio “hay que enseñar a los hombres, en cuanto sea posible, a que sepan, no por los libros, sino por el cielo y la tierra, las encinas y las hayas; esto es: conocer e investigar las cosas mismas, no las observaciones y testimonios ajenos acerca de ellas”.
Para ello recomendaba que “nada debe ser enseñado simplemente a partir de la autoridad, sino que todo debe exponerse mediante la demostración sensorial y racional” (Comenio, 1986). Pensemos en las consecuencias. La encina y el haya, el cielo y la tierra no están en el aula. El libro y el docente, sí. Esto es, sólo si el libro y el docente tienen una estructura acorde con la naturaleza, pueden ejercer una influencia similar a esa naturaleza que, como vimos, es una expresión de la divinidad. Pero esta influencia conforme al orden natural debe ser comprendida y no sólo “percibida”.
En el mismo método que unificaba la autoridad en una persona y sus acciones (el docente), Comenio negaba que esta autoridad fuera el único principio docente. En este pastorado que Comenio imaginaba, las “ovejas” ejercerían “técnicas del yo” basadas en la obediencia a través de la comprensión. Él no quería la obediencia ciega a la autoridad, sino la obediencia pensada, aceptada: tenemos aquí el programa de Lutero desarrollado en su máxima expresión.
Por eso, el problema del control directo era secundario para él: “puede argumentarse que la inspección particular es necesaria para el control, si cada alumno tiene sus libros limpios, si escriben sus tareas sesudamente, si aprenden de memoria con detalle, etc. Y para esto, si son muchos los discípulos se requiere mucho tiempo. Respondo: no es para nada necesario oír siempre a todos ni revisar siempre los libros de todos. Pues el docente está auxiliado por los decuriones como ayudantes y ellos vigilarán a los que están a su cuidado para que cumplan sus deberes con la mayor exactitud” (Comenio, 1986).
De esta vigilancia surgiría la obediencia reflexiva. Lo que importaba era conformar las almas de acuerdo con esta naturaleza divina. El gobierno de los niños se presenta en esta versión a través de su conducción grupal. Comenio confiaba en que la obediencia grupal, más que el control individual, era la técnica escolar adecuada para conducir el alma de los niños masivamente.
El programa pedagógico de Comenio no llegó a concretarse completamente, y sus obras más difundidas fueron sus libros de texto “sensoriales” (aprender a través de imágenes, como en el Orbis sensualium pictum ya mencionado) antes que la Didáctica Magna. Aunque hoy se haya vuelto normal o natural, el método global o frontal no fue fácilmente asimilable en su época. En las escuelas luteranas y protestantes, tanto como en las católicas, en general siguió reinando la “pura memorización” (Karant-Nunn, 1990) y todavía dos siglos después la generalización del método global-frontal era toda una innovación.


Al respecto, Comenio anuncia lo que en aquel entonces era una nueva indicación: “para cualquier estudio a los discípulos. De nada sirve dar preceptos si antes no remueves los obstáculos a los que preceptúas, dice Séneca” (Comenio, 1986). El método plantea el nuevo problema de captar la atención que haya de emprenderse, hay que preparar el espíritu de los discípulos. Hay que despojar de impedimentos de todos, en el momento en que la educación elemental se vuelve casi una obligación, todavía no legal, pero sí moral.Como la naturaleza comienza toda su actividad desde el interior hacia el exterior, “primero debe formarse el conocimiento de las cosas, segundo la memoria y tercero el habla y la mano. Debe tener en cuenta el docente todos los medios de abrir el conocimiento y utilizarlos congruentemente”. De allí que sea necesaria la formulación de “principios” o fundamentos “para la facilidad del enseñar y aprender”. Éstos afirman que:
I.                   Se empieza temprano antes de la corrupción del espíritu;
II.                Se actúa con la debida preparación de los espíritus;
III.             Se procede de lo general a lo particular,
IV.             Y de lo más fácil a lo más difícil;
V.                Si no se carga con exceso a ninguno de los que han de aprender;
VI.             Y se procede despacio en todo;
VII.          Y no se obliga a los espíritus a nada que no les convenga por su edad y por la razón del método;
VIII.       Y se enseña todo por los sentidos actuales;
IX.             Para su aplicación inmediata;
X.                Y siempre por un solo y el mismo método.
Notemos que los principios no decían nada acerca de la organización del aula: no decían, por ejemplo, si el maestro debía controlar individualmente a cada alumno o hablar a todo el grupo. Sólo intentaban asegurar que la llegada del mensaje docente estuviera garantizada, preparando la acción de enseñar en su ritmo constante.
Hay un elemento en la cosmología de Comenio que estructura toda su didáctica; ha sido caracterizado dentro de una corriente amplia de pensamiento cuyo auge se produjo en los siglo XV-XVII: el panteísmo (Hroch, 1992). Ésta es una concepción intermedia entre la visión sagrada del mundo que tenía la Edad Media y las nuevas corrientes profanas de la ciencia y del conocimiento de la naturaleza: “Una vez descubierto o intuido el sistema de la naturaleza, se lo atribuye a la omnisciencia divina, que impregna toda la creación de un cierto orden, porque la mente divina es perfecta. Esto es lo que la Escolástica llama “ordenado a uno”. A partir de esto la concepción panteísta, formulada por primera vez en Occidente por San Francisco de Asís, sostiene que la idea ordenadora es algo que está en la naturaleza humana, porque toda la naturaleza está impregnada de Dios.
Se trata de una idea de tradición oriental que no estaba en la tradición bíblica ni en la cristiana: toda la Creación está impregnada de su Creador, y éste está en la Creación” (Romero, 1987). Si la enseñanza extrae su estructura de la naturaleza, entonces ella parte de admirar al mundo como “Creación”. El eje central del método es esta relación que Romero describe como “ordenado a uno”; es decir, la variedad empírica y concreta de la naturaleza—aunque parezca desordenada- es en realidad un orden que proviene de un “uno” o totalidad singular como principio organizador.
Para Comenio, ese “uno” era, claramente, la divinidad. Por ello, cuando introdujo el método global o frontal lo hizo con una metáfora naturalista que contenía esta idea de un “uno” opuesto a una variedad empírica: “el sol”, que “no se ocupa solamente con objetos singulares, por ejemplo un animal o un árbol, sino que ilumina, calienta y da vida a toda la tierra” (Comenio, 1986). Con esta metáfora naturalista se presentaba el método global; a partir de entonces, la pedagogía postulará que el maestro (uno) ordenará a una variedad de alumnos frente a él.
El principio unificador en el aula era un intento de hacer sentir la divinidad a través de ese “derivado” de la naturaleza que es la enseñanza global. Esto estaba presente en el ideal metodológico de Comenio. Como “la naturaleza trabaja siempre de la misma forma”, Comenio recomendaba que:
1.      Haya un solo y mismo método para enseñar las ciencias; uno solo y el mismo para todas las artes; y uno solo e idéntico para todas las lenguas;
2.      En cada escuela se siga el mismo orden y procedimiento en todos los ejercicios;

3.      En cuanto sea posible, sean iguales las ediciones de los libros en cada materia. de este modo, con facilidad y sin dudas, se efectuarán todas las cosas.