La sala de partos del aula: la división en
confesiones:
Analizar el surgimiento
del aula y de la pedagogía como fenómeno específico implica mirar la emergencia
de un nuevo mundo, una nueva cosmovisión: la de la modernidad. Los siglos XV y
XVI marcan la consolidación de una nueva era social, caracterizada por una
creciente urbanización, una estructuración territorial de los estados, una
concentración del poder en aparatos centralizados como las monarquías y la
aparición de nuevas formas de saber llamadas científicas. Estos fenómenos se
producen a la par del descubrimiento de América en 1492 y de la división del
cristianismo europeo occidental en varias confesiones, y son catalizados por
estos acontecimientos.
El ámbito de la Iglesia
era el que preservaba el saber letrado, y
los intelectuales de la época eran generalmente clérigos que observaban
en mayor o menor grado las reglas de la vida religiosa (Le Goff, 1984). Es
natural, entonces, que los debates
teóricos y la conformación de instituciones y de regulaciones sobre la transmisión
de la cultura tuvieran lugar en los espacios religiosos.
Martín Lutero (1483-1546)
fue el iniciador de esta división. Clérigo católico de la Baja Sajonia (actual
Alemania), inició su vida religiosa en un convento, pero después fue enviado a
Wittemberg, donde se doctoró y se transformó en profesor de teología. En la
mañana del 31 de octubre de 1517, Lutero no sospechaba que el papel que llevaba
en sus manos para colgar en la puerta de la iglesia de Wittemberg sería el
inicio de grandes transformaciones y también de grandes guerras en la Europa
posmedieval. Había formulado 95 tesis contra prácticas y creencias de la
Iglesia y pedía una discusión al respecto. Rápidamente se formaron frentes a
favor y en contra de Lutero, y los nacientes estados europeos y sus casas
monárquicas tomaron diversas posiciones.
Si bien esta historia
es conocida como el nacimiento de los que protestaban, los protestantes, se
trata más bien de un movimiento que tiene muchas expresiones. Figuras como
Lutero poblaban la Europa del norte desde antes de la irrupción del desafío
organizado; por ejemplo, se podría señalar que 200 años antes habían existido
cultos cristianos que ya no respondían a la autoridad papal y que fueron
perseguidos y exterminados. El movimiento de la Reforma tuvo expresiones
diferentes en Calvino, en Zwinglio, en el desarrollo del anglicanismo en
Inglaterra y del presbiterianismo en Escocia, y en Jan Huss en Praga, entre otros.
Las demandas de los
protestantes se centraban en el reclamo de nuevas formas de autoridad
religiosa. El punto más conocido de las demandas de Lutero es la crítica masiva
de la práctica de la confesión – absolución y de las ventajas materiales que se
relacionaban con ella – ya que en esa época, el perdón de la Iglesia se
compraba-. Lutero atacó esta forma por su hipocresía y porque algunos papas
habían usado esta arma de manera política y financiera, vendiendo perdones a
cambio de favores. Pero también había en su protesta un retorno al fundamento
doctrinario, que para algunos teólogos es un fundamentalismo: para Lutero lo importante no es la absolución, lo importante es no pecar.
Ahora bien, ¿cómo garantizarlo? Lutero sabía que un ejército de religiosos no
podía evitar el pecado si no había convicción en los propios fieles de que era
necesario resistirlo. Llamó a sus seguidores a convertirse en supervisores de
su conciencia y sus buenos actos.
En vez de proponer una
vigilancia espiritual exterior, propuso otra economía: en vez de un control
imposible y caro para los soberanos, planteó formar la conciencia de los fieles
y trabajar sobre su interioridad. Lutero estuvo en contra de usar la fuerza en
materia de creencias: para él, la fe era una cuestión de conciencia individual
y la coerción podía tener efectos contrarios a los que se buscaban (Sabean,
1984). El propósito de los protestantes era gobernar las almas: para ello,
establecieron prácticas tales como la lectura colectiva de la Biblia y la
escritura de diarios íntimos que fomentaran la reflexión diaria sobre la
conducta (Rose, 1990).
En la visión de los
protestantes, cada fiel es responsable de su salvación y el pastor es un
administrador o consejero de quien no dependen ni la salvación ni la condena.
La condena o la salvación sólo dependen de las acciones propias (Weber, 1997). Esta forma de autoridad, que reemplaza la autoridad de la Iglesia
exterior por la de la conciencia interior, para decirlo en una forma
simplificada, fue aceptada en el norte de Europa, en algunas regiones de
Francia, en toda Escandinavia, en Holanda y en Suiza. La actual Alemania – en
ese entonces, un conglomerado de diversos principados- adhirió masivamente a la
Reforma, pero un tercio de la población siguió siendo católica.
Lo que hoy quizá
parezca una discusión ornamental sobre ideas religiosas significó, sin embargo,
150 años de enfrentamientos y causó una de las guerras más sangrientas de la
historia europea. Mientras escribimos este capítulo, veinte jefes de estado de
Europa celebran el tratado de paz de Westfalia, firmado hace 350 años (1648),
que puso fin a la Guerra de los Treinta Años entre las que a partir de la
irrupción de Lutero se denominaron confesiones: la católica y la
protestante.
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